viernes, 21 de octubre de 2022

¡Eh! a mí no me miréis

 

Estamos a viernes y la convocatoria de ruta para el domingo no aparece publicada



Recibo mensajes por WhatsApp y un par de llamadas de compañeros interesándose por el aparente descuido y la respuesta que doy en todos los casos es la misma: ¿Habéis consultado la previsión del tiempo para los próximos días? Pues se diría que no, que más de uno necesita que se le presente a Armand y la borrasca que ha traído consigo por estas fechas. Atentos que ya está Béatrice llamando a las puertas.


Me duele que mis compañeros no parezcan estar dispuestos a respetar mi presunción de inocencia, pero un psicólogo amigo se esfuerza en ayudarme a asumir que en modo alguno soy responsable de que el próximo domingo vaya a llover.



En peores plazas hemos toreado”  y “En peores rings nos hemos fajado”, es verdad, pruebas testimoniales y documentales tenemos de que hemos superado muchos retos y adversidades, pero sería inconsciencia ir de frente a su encuentro y os garantizo que aún nos surgirán muchas ocasiones en las que nos veamos inmersos en ellas sin posibilidad de escapar.


Que cada cual tome su propia decisión y asuma lo que resulte que, por mi parte, ya cuento con que habrá quien a su regreso comente: “Pues no fue para tanto”.


 

Permitidme una licencia


Hace 50 años, digo bien, con 16 años y sentado ante una imponente máquina de escribir Royal, cuando aún no se había inventado el typex y había que manejar con cuidado la goma de borrar tinta, dejé plasmado en papel el cuento que ahora me permito trasladaros. Espero que os guste.



VANIDAD (Cuento)

 

Transcurre el mes de Mayo de un año cualquiera. El escenario es una plaza tranquila de un pueblo andaluz. El sol se deja sentir con fuerza, más aún cuando ninguna nube se interpone a sus rayos de luz.

Las blancas paredes de las casas están calientes, al igual que el vasto empedrado de las calles.




Allá arriba, en la sombra, en el alero de una casa y resguardado por el tejado hay algo. Sí, efectivamente hay algo, ahora se ve con claridad. Es un nido, un nido de barro. En su interior seguro que se  debe estar a cobijo del calor.

De ese pequeño habitáculo, por un agujero redondo y menudo, asoma un pico corto lleno de timidez. Es una golondrina.



Como si alguien desde el interior de repente la empujase, se precipita fuera de su hogar y emprende el vuelo. Da la impresión de que quiere desentumecer sus finas alas después de haber estado mucho tiempo acurrucada.


Siente la alegría de volar como si de la primera vez se tratase. Describe grandes círculos interminables, se deja caer en picado y seguidamente reanuda el vuelo. Cuando detiene el movimiento de sus alas parece flotar por unos instantes como si pendiese de unos hilos invisibles y cuando reanuda su vivo aletear corta veloz el espacio, alcanzando velocidades extraordinarias. Se diría que es feliz, muy feliz.



Entusiasmada con su propio vuelo, casi no percibe la presencia de un pájaro menudo que la observa desde el suelo. Ahora sí, ya se ha dado cuenta de que el pajarillo no se pierde ni una sola de sus evoluciones. Cuando ella sube, sus pequeños ojos suben y cuando baja, los ojos curiosos bajan.


La golondrina mira de reojo en cada pasada que realiza y no puede reprimir la risa. Ve el color negro azulado de su propio plumaje que refleja cada rayo de luz y el hermoso contraste que produce con las partes blancas que predominan en su pecho. Ríe y ríe, despreciando los tonos parduzcos y apagados de aquel pájaro que jamás será bello.

- Infeliz ser – piensa -. Nunca podrá igualarse a mí. Es pequeño, gordo y feo.



Aquel pájaro de raza indefinida, pero que tiene la mirada inocente de un recién nacido, vuela unos metros huyendo del sol que ha penetrado en la sombra que antes ocupaba.


La golondrina, que no ha perdido detalle, ríe nuevamente. Ha podido darse cuenta del torpe y pesado volar del pobre animalillo que, asombrado, continúa mirándola.

- ¿Eso es volar? Le resultaría imposible alcanzarme en vuelo.


Su propio orgullo la lleva a ejecutar difíciles piruetas y acrobacias, que no hacen sino aumentar la admiración de su observador.


- Qué más quisiera tener mi esbelto cuerpo – continúa pensando la golondrina -. Jamás habrá soñado en subir tan alto como yo. Nunca podrá disfrutar la belleza de la lejanía.



En una esquina de la misma plaza y ausente de lo que ocurre más allá, un niño arroja al suelo miguitas de pan, provocando en cuestión de segundos que varios pajarillos y palomas inicien su merienda. Su piar entusiasmado llama la atención de nuestro pequeño amigo que, sintiendo ahora más hambre que admiración, acude con sus compañeros.


El niño continúa arrojando pan con suavidad, procurando echar migas muy pequeñas y los pájaros que antes comían con temor van ganando confianza acercándose más y más a aquella mano bondadosa.


La golondrina no acierta a comprender lo que ocurre y se aproxima sin detenerse. Ha podido observar a varios pájaros “de clase baja” que, sin hacer nada para merecérselo, están comiendo tranquilamente.



- ¡Ah!, pues no puede ser – protesta enfadada -. Yo soy más bella, vuelo más alto y rápido que esos pajarrucos, pequeños, gordos y feos. Yo sí merezco que me den de comer.


Resuelta por tales pensamientos, la orgullosa golondrina desciende planeando hasta posarse junto a los glotones pájaros, que dejan sitio a tan fina visitante.


El niño sigue echando pan, pero desliza su mano derecha al bolsillo posterior del pantalón sin que nadie lo observe y con lentitud, con mucha lentitud, deja a la vista un formidable tirachinas.


Los pájaros y la golondrina siguen comiendo.



El niño se agacha lento, muy lento, recogiendo del suelo una piedra, no grande, pero tampoco chica. La coloca en el cuero de su juguete y rápidamente tensa las gomas.


Los pájaros se percatan de los amenazantes movimientos y como si obedeciesen a una sola voz de mando emprenden el vuelo en distintas direcciones.


En el suelo, junto a los restos de las migas de pan, solamente queda la golondrina que lucha inútilmente por conseguir volar, logrando tan solo dar unos pequeños saltos. Su vanidad la ha hecho olvidar que el suelo es su peor enemigo pues sus largas alas, tan bellas en vuelo, la impiden elevarse al golpear contra el adoquinado.



La golondrina ha llegado a sentir temor por unos breves segundos, pero ya todo ha finalizado. Aquel tirachinas que en numerosas ocasiones fue un juego inofensivo y divertido, se ha convertido en un arma mortal que con su improvisado proyectil ha alcanzado de pleno el débil cuerpo del ave.


- ¡La he dado, la he dado! – grita ufano el chaval sintiéndose Guillermo Tell mientras marcha corriendo a avisar a sus amigos.


Cuando la tarde empieza a decaer y los rayos del sol dan su último calor, desde lo alto de una cornisa un pajarillo pequeño, gordo y feo, con los ojos entristecidos y llorosos, ve marchar al niño mientras en el sucio suelo, inmóvil, sin vida, yace aquella golondrina que admiró.


Alfonso




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