El domingo amaneció con ese aire de reconciliación que solo la sierra sabe ofrecer después de una semana de encierro climatológico
La montaña, que siete días antes nos cerró el
paso con un portazo de viento y frío, parecía hoy recibirnos sin reproches, dejando
que una luz tamizada hiciera olvidar el rigor pasado, aunque el sol nunca llegara
a imponerse.
Nos reunimos en San Agustín de Guadalix. Allí, con el frío aún prendido al amanecer, los saludos recuperaron su música habitual. Había ganas de pedalear, sí, pero sobre todo una necesidad casi física de vernos, de comprobar que el grupo seguía ahí, intacto, con esa complicidad silenciosa de quienes han compartido mil lances.
Éramos
diez: Andrés, Ángel, Enrique, Fer, Jesús, Juan, Luis Ángel, Rafa, Raúl y yo
mismo, Alfonso.
El aroma de la tierra viva
Desde los primeros metros, tal vez los más
duros de la ruta, el ritmo se fue asentando como una respiración compartida. Al
dejar atrás el asfalto, nos internamos en esas pistas amplias y generosas donde
las cubiertas parecen entenderse a la perfección con el terreno. El
firme, aún marcado por las cicatrices de las lluvias recientes, obligaba a
elegir trazada en algunos puntos, buscando el paso más claro entre el barro y
la piedra, pero sin romper nunca el ritmo del avance.
El aire olía a tierra viva, profunda y recién
lavada, que solo se percibe cuando el campo despierta después de la tormenta. Al
alcanzar el kilómetro tres, más de uno dejó escapar la mirada hacia el desvío
de la Cascada del Hervidero.
Pero hoy la voluntad era otra: nos aguardaba
el Camino del Monte de Valdeoliva. La
ruta pedía continuidad, devorar metros sin alardes, y nadie discutió la
decisión. El grupo fluía en silencio, apenas roto por la
voz entrecortada de algún walkie mal apagado.
Vigías en la Atalaya
Las pistas se sucedían ondulantes, invitando a mantener una cadencia constante, ese mantra discreto del ciclista de fondo. El paisaje cambiaba sin brusquedad; los campos abiertos se fundían con lomas suaves y los árboles empezaban a recuperar un color que el gris les había arrebatado
Coronamos una de esas lomas para detenernos
junto a la Atalaya de El Molar y su punto geodésico, a 831 metros de
altitud. Allí el viento soplaba con una verdad
distinta. La mirada se abría en dos direcciones que
parecían darse espacio: al norte, la sierra, insinuando ya las primeras sombras
del invierno, pero sin nieve; al sur, la llanura castellana extendiéndose sin
urgencia, casi infinita.
Desde allí nos lanzamos en un descenso rápido
hacia El Molar. Las ruedas zumbaban sobre la
pista y, en pocos minutos, la altura quedó atrás. Al
entrar en el pueblo, la Navidad se dejaba ver sin estridencias: alguna luz
discreta, algún adorno sobrio, ese aire de víspera tranquila. Pasamos
casi de puntillas, sin querer romper el equilibrio del momento.
El pulso de la piedra y el agua
Por delante quedaban unos kilómetros
engañosos, entre restos de antiguas calerizas, que invitan a apretar la marcha
y que, tras cruzar la N‑320, desembocan en el ascenso que te devuelve a la
realidad. Dejamos atrás la ETAP de Torrelaguna y nos
dejamos caer por el tramo pedregoso que conduce a la M‑124, un descenso corto
pero que exige atención.
El camino, al principio muy roto, no
disimulaba que teníamos por delante un nuevo ascenso hacia Venturada. Una
subida de paciencia más que de fuerza, donde cada uno buscó su propio compás
mientras el paisaje se iba abriendo poco a poco. Coronamos
en el entorno de la iglesia de Santiago Apóstol con una pausa breve, apenas un
respiro compartido y un trago de agua.
Desde Venturada iniciamos el descenso hacia el
valle. El embalse
de Pedrezuela apareció con un primer gesto de calma: una superficie
inmóvil, de azul acerado, que invitaba a detenerse un instante para ensanchar
la mirada.
Unos metros más adelante, junto a la pantalla
de la presa, el desagüe rompía esa serenidad con un torrente impetuoso que se
precipitaba valle abajo, antes de retomar el camino de Servicio del Canal Alto.
El Torreón y el viento en la cara
Aún quedaba el ascenso hacia el Torreón de la
Retuerta, ese aviso claro de que la montaña, aunque te reciba con hospitalidad,
nunca regala nada. Una suma paciente de metros ganados en armonía.
El regreso nos llevó por la Dehesa de
Moncalvillo y después por la vereda del Carril de las Mentiras, ese camino
que parece inventado para conversar sin prisa. Pero
lo cierto es que a los cuerpos todavía les quedaban ganas de sentir el viento
rápido en las caras; un último pulso de velocidad antes de dar por concluida la
jornada.
Al terminar, el GPS marcaba 64 kilómetros y
1.074 metros de desnivel acumulado. Una
ruta rápida y engañosa, de las que castigan con constancia y dejan un cansancio
profundo al bajarte de la bici.
Hubo pocas paradas, casi las imprescindibles
para reagrupar, y aun así Andrés y Enrique prefirieron seguir avanzando en más
de una ocasión, como si la mañana les llevara en volandas.
Cuando ya se intuía el final de la ruta y los
últimos repechos se hacían notar, Jesús y Raúl reconocían —entre risas
forzadas— que las piernas se resentían tras no haber escatimado esfuerzos. Ese
cansancio compartido, tan nuestro, fue quizá el mejor termómetro de que la
jornada había merecido la pena.
Y así, con esta salida cerramos también la
crónica del año: un año de pedaladas, de encuentros, de silencios en mitad del
monte y de conversaciones que solo nacen cuando uno rueda acompañado.
Que el final de año os llegue sereno y con
ganas de seguir compartiendo caminos. Y que
el próximo nos encuentre cerca, disfrutando de nuevas rutas, pedaladas y buenos
momentos. A quienes montáis a mi lado y a quienes seguís
nuestras aventuras desde la distancia: gracias por formar parte de esta
historia. Sigamos escribiéndola —juntos—.
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