La sierra exige permiso… y regala momentos
Hay rutas que se trazan con mapas… y otras que
se dibujan con intuición. Esta nació de un encuentro
casual, de una frase sencilla, y hoy se ha convertido en un ritual compartido.
Como cada domingo, la ruta se hizo más
llevadera gracias a quienes la recorrimos con ganas de pedalear y compartir: Andrés,
Enrique, Fer, Jesús, Juan, Luis Ángel, Raúl, Santi y quien escribe estas
líneas, Alfonso.
Andrés, que ya había sido cómplice de esta
ruta unos días antes y conocía sus tramos de dureza, repetía su mantra con
serenidad: “No hay problema”. Una
frase que, lejos de ser simple, se convirtió en escudo invisible contra la
lluvia, el frío y los imprevistos que la montaña guarda bajo la manga.
Proponer una nueva ruta exige más que memoria.
La vegetación, antes aliada, ahora se cierra como si la sierra pidiera permiso.
Por
eso, antes de algunas convocatorias, hay exploraciones discretas, tanteos entre
zarzas y piedras. No basta con recordar el
trazado: hay que comprobar que sigue ahí.
Pasamos por lugares que no necesitan
presentación, pero que hoy se mostraron distintos. Al
llegar a la Cueva del Monje, nos cruzamos con un grupo de ciclistas,
entre ellos nuestra amiga Toñi Jordán, amante —como
nosotros— de la bicicleta, la naturaleza y su tierra segoviana.
El lugar, parecía susurrar historias de
penitencia y redención, pero también se hacía eco de las risas entre amigos. La
foto de recuerdo fue casi un ritual, como si ese instante sellara el respeto
que exige el lugar… y la amistad que lo envuelve.
La pista forestal se estira ante nosotros. Los repechos, que la memoria ha suavizado, nos reciben de nuevo y nos recuerdan su verdadera exigencia.
Son momentos de esfuerzo sostenido, donde las
conversaciones cesan y solo se escucha la respiración agitada, el crujido de la
cadena, un pedal que reclama atención… y el eco silencioso de unas piernas que
arden.
Una parada entre sol y sombra para reagrupar y reponer fuerzas con una barrita es un alivio que siempre se recibe con gusto.
Y entonces comienza el descenso por La
Canaleja —o la “tubería”—, un camino forestal de pendiente moderada,
no demasiado limpio, que serpentea entre densos pinares. Una
recompensa, como si la montaña nos concediera un respiro tras el esfuerzo.
Nos detenemos junto a la fuente de La Canaleja, que nos indica que estamos cerca del Puente de la Cantina, inmortalizado por Ernest Hemingway en Por quién doblan las campanas.
Cruzamos con extrema precaución la carretera
que baja del Puerto de Navacerrada, atentos al tráfico… y al silencio
que a veces engaña.
Apenas ayer, esta misma vía fue escenario del
paso de los profesionales en La Vuelta a España. Hoy
la cruzamos sin vallas, sin helicópteros, sin cronómetros ni alboroto. Sin
aplausos, pero con el respeto intacto por un trazado que, por unas horas, fue
protagonista del ciclismo de élite.
Al otro lado, el monte nos recibe con un
sendero que mezcla sombra, piedra y promesa. Tomamos
la pista forestal, aunque hoy no nos izamos hasta la Fuente de la Reina. Tendrá
que esperarnos hasta la próxima ocasión.
Superamos el Puente del Telégrafo, solitario pero
firme, y nos desviamos por la derecha, vadeando el arroyo Minguete, el Nava de
Orcas y el de las Pamplinas. Senderos que alegran el paso
y la vista, divertidos, fáciles en su mayor parte, aunque hoy con más polvo del
deseado.
Llegamos al Puente de los Vadillos, de madera restaurada, sobre el río Eresma, que recoge el agua de los arroyos del Telégrafo y de La Fuenfría, descendiendo desde la ladera de Siete Picos. Algunos compañeros prefieren cruzar sin pasar por el puente… ¿o acaso se han despistado?
Nos sale al encuentro el Puente de Navalacarreta, cargado de historia, que nos observa con sus tres ojos de
distinto tamaño. Saludamos a muchos andarines
y hasta nos hacen una foto, en este lugar cargado de recuerdos de aventuras
pasadas.
La Boca del Asno, con su aparcamiento a
rebosar. Senderos que se recorren, se disfrutan y,
sobre todo, se viven… con precaución. Nuestro
avance se convierte en paseo entre andarines, niños pequeños y perros que nos
recuerdan que aquí la montaña se comparte.
El Puente de los Canales, sigue donde
siempre, conservando su estructura tras quinientos años de historia. Nos
da la bienvenida a Valsaín y, tras superar ascenso por carretera que no parece
del agrado de todos, nos desviamos —los que no nos hemos extraviado— para recorrer
la Vereda de Navalparaíso.
Por el puente de las Pasaderas cruzamos por última vez el río Eresma y nos despedimos de él. El camino forestal de Puente del Niño nos guía hacia el final de una ruta, que comenzó como una vaga idea y se convirtió en testimonio.
Y el grupo, como cada domingo, volvió a
demostrar que lo importante no es el destino, sino el camino… y quienes lo
recorren contigo.
Al final, Andrés volvió a decir: “No hay problema”. Y en ese instante, la frase dejó de ser un consuelo para convertirse en una certeza. Como si la propia montaña la hubiera susurrado.
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