Una mañana de otoño que exigió respeto y regaló calma
Dicen que el frío no entiende de madrugones,
pero este domingo nos aguardaba en la puerta.
En Soto del Real, el termómetro rondaba
un cero pelado: ese cero que no asusta, pero obliga a revisar guantes, ajustar
cuellos y dar un par de palmadas para que el cuerpo despierte antes que la
bici.
Y, sin embargo, bastó mirar alrededor para que
el ánimo subiera unos grados. En un goteo casi tímido, pero
constante, fuimos llegando: Andrés, Enrique, Fer, Javier,
Jesús, Juan, Luis Ángel, Nacho, Pedro, Raúl, Santi y yo mismo, Alfonso.
Caras conocidas, saludos que, más que romper
el hielo, lo derriten. Esa mezcla de ilusión y
respeto que trae cada nueva ruta. Es
hora de ponerse en marcha.
La Ermita de San Blas aparecería pronto
en nuestro track. Pero hoy la consigna fue
clara: “no nos detenemos”. Algunos
lo agradecieron; otros intuyeron que lo que estaba por llegar exigiría reservar
fuerzas.
Avanzamos por el Camino de la Peña del
Madroño, cruzando el pequeño puente de piedra sobre el arroyo del Barranco de
Hoyuela. Ante nosotros se abrían vistas que siempre emocionan:
montes nevados y picos cubiertos por nubes que parecían anunciar un invierno
adelantado.
Entramos en zona forestal, la misma de otras
ocasiones, para seguir una pista bien conocida que, poco a poco, irá ganando
desnivel. Por delante aguardaban más de diez kilómetros
de ascenso continuo hasta la Morcuera. Un
reto sin estridencias, pero firme, como solo la montaña sabe plantearlo.
Rodábamos por el histórico Camino del Monte
Aguirre al Puerto de la Morcuera, senda de leñadores, gabarreros y
pastores… y también, dicen, de contrabandistas y bandoleros. El Mierlo, entre
ellos, que conocía cada recodo y cada refugio, moviéndose por estos parajes con
la misma soltura con la que hoy tratamos de mantener nuestro propio latido y
respiración.
Superamos la fuente de la Parada del Rey.
No la
vemos, pero sabemos que está ahí, al pie de sus escalones de piedra. Continuamos:
hoy no toca desviarse. El recorrido, tan frío como
hermoso, deja escapar los primeros resoplidos y hace que las charlas se desvanezcan.
Apenas
alcanzamos a saborear las vistas hacia el embalse de Miraflores, que
asoma al fondo, tímido entre los árboles.
En algún punto perdí la referencia de quienes
no rodaban junto a mí. Unos irían por delante, otros
quizá guardando fuerzas atrás.
El bosque se abría, el cielo se limpiaba y el aire golpeaba más directo, sin que el sol lograra suavizarlo. Una parada para reagrupar, para beber o tomar algo sólido, al cruzarnos con la M-611. Nos aguardan dos kilómetros por la carretera de Rascafría.
El Puerto de la Morcuera (1773 m) nos
espera paciente. La Puerta de Cuerda Larga
posaba gustosa para quien se fijara en ella, pero otros buscaban que su GPS
dejara constancia del ascenso hasta el mismo puerto.
Al lanzar la propuesta, no sabíamos si la
montaña se vestiría de blanco o si la lluvia dejaría su huella en los senderos.
Ambas
fueron invitadas ausentes: la lluvia no hizo acto de presencia y la nieve
apenas se insinuó a lo lejos.
El Camino de la Nieve nos lanzó un desafío
y dudamos un instante, pero un cartel recordando la prohibición de recorrerlo
en bici resolvió por nosotros.
Regresamos primero por carretera y luego de
nuevo a la pista forestal, esta vez en descenso, hasta enlazar con el sendero
del Cordel del Puerto de la Morcuera, cuyo estado actual nos resultaba
incierto
Intuíamos que el descenso nos pondría a prueba.
Y así
fue: tramos que invitaban a dejarse llevar con cierta fluidez, y otros que exigían
atención, equilibrio y firmeza. Tampoco
faltaría ocasión para poner pie en tierra y cargar con la bici, a fin de
atravesar la zona y el propio arroyo del Corral de los Puercos.
En esos momentos, la bici se convierte en
compañera de confianza, recordándonos que cada pedalada es un pacto con el
terreno. El aire frío golpea el rostro, las manos
buscan firmeza en el manillar y los ojos se abren para anticipar cada obstáculo.
El embalse de Miraflores observa nuestro
avance. El silencio
del grupo se mezclaba con el crujido de las ruedas sobre la tierra húmeda y las
piedras resbaladizas. Sin conversación, solo la
certeza de que compartimos la misma aventura, cada cual enfrentando sus propios
fantasmas.
El sendero estrecho se abrió en hermosa
ladera, donde nos sorprendió el Roble de los 17 Hermanos (grupo de robles
que forman un conjunto único)
Desde ahí, regresamos a la pista principal,
tras casi tres kilómetros de disfrute y adrenalina, para tomar, esta vez sí,
agua de la fuente de la Parada del Rey, en el Pinar de los Cuarteles, y
retomar trazados conocidos, esos que guardan memoria de tantas pedaladas
pasadas.
El Camino del Mostajo, en suave descenso, nos
regaló ese tramo en el que la mente se relaja y las piernas pedalean solas,
antes de volver a apretar sentidos para el descenso hasta el cruce del Camino
Forestal a San Blas y la foto junto a la casilla forestal. La Puerta
del Hueco de San Blas casi nos guiñó un ojo, pero quedará para otra
ocasión. Toca volver.
La pequeña puerta metálica nos abrió paso a un
descenso amable, de esos que nos encantan: sin complicaciones, amplias
praderas, senderos con curvas fáciles de trazar y el Arroyo del Mediano Chico marcando
el camino hasta que el sediento Embalse de los Palancares se dejó ver.
Con el sol peleándose todavía contra nubes
oscuras y la temperatura empeñada en descender, los senderos finales fueron un
regalo. Algunos
se dejaron llevar por la velocidad, otros por la conversación. Y
así, casi sin darnos cuenta, el círculo se cerró donde había empezado: en Soto
del Real, con la sencilla satisfacción de otro domingo cumplido.
Brindamos por la ruta, por nuestra victoria
—pequeña o grande, pero siempre nuestra— y por el Santo de Andrés, que no
necesita de excusas para invitarnos a unas cervezas.
Habrá rutas más duras, más largas o más técnicas… pero pocas tan completas en sensaciones. La bici nos detiene en el instante preciso, para recordarnos el privilegio de compartir este latido.
Pedalear es compartir camino y latido
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