Del Mirador de Moralzarzal al Cerro del Castillo
El reloj se ajusta al cambio, pero el corazón no
entiende de horarios: late a su propio ritmo
Así lo sentimos este domingo, cuando nos
reunimos en Moralzarzal para dejar que el tiempo se mida en pedaladas:
Andrés, Ángel, Fer, Gonzalo, Jesús, Juan, Patrick, Pedro, Raúl y Alfonso.
La ruta propuesta no era nueva, la habíamos
hecho en 2016. Otros pedales, otras bicis,
tal vez otras preocupaciones, pero la misma ilusión nos impulsaba, Aquí puedes
revivir aquella jornada, cuando aún buscábamos completar lo incompleto.
Iniciamos la marcha tras dudar si ponernos más
o menos ropa de abrigo. El cielo nos vigilaba con
grandes y preciosas nubes algodonosas, pero la lluvia se mantuvo ausente.
Pronto las piernas entraron en calor con el
ascenso por el Cordel de la Ladera de la Dehesa, rumbo al Mirador de la
Solana o de Moralzarzal. Un viejo conocido, que tantas
veces se ha dejado visitar con mayor o menor agrado, y que hoy nos abría, de
nuevo, sus vistas a la Sierra.
Descendimos con facilidad por sendero
conocido, revirado y algo técnico, hasta el cruce con la Cañada Real Segoviana.
A
partir de aquí, pedaleamos largos tramos por vías pecuarias, mientras avanzábamos
a buen ritmo junto a dehesas a las que la lluvia de la noche no bastó para
reverdecer.
Al recorrer estos caminos, sentimos que no
solo avanza la bicicleta, sino también el tiempo tejido entre nosotros, sumando
memoria a cada esfuerzo y añadiendo una capa de profundidad a cada risa
compartida.
Nos enfrentamos a una calleja entre fincas, cuyo
paso se complicaba entre escalones de piedra y la vegetación. Montados
o a pie, ganamos metros. De repente, la montaña
recordó quién manda: una rama astillada y desafiante me pegó un buen puntazo en
la nalga derecha. El resultado: dolor, herida
y, para mi pesar, un agujero en el culote.
El percance sirvió de excusa inevitable para
las bromas del grupo. Todos reímos. La
herida era menor, pero el orificio en la tela era una amenaza seria. Afortunadamente,
Gonzalo sacó un par de tiras de cinta americana. Solución
de ingenio ciclista: una cruz gris sobre el negro del culote para sellar la
brecha.
Dejando atrás el remiendo, llegamos a la
urbanización Vista Real. Allí nos esperaba aquel repecho
corto, tantas veces un reto, tantas veces motivo de risas. Hoy,
el terreno destrozado hacía imposible cualquier intento. El Embalse
de la Maliciosa, vigilante desde lo alto, nos observó y me pareció escuchar
un ¡hasta pronto!
Cruzamos la Nacional 607 y nos adentramos en los
pinares. El camino se transformó en un desafío de
toboganes y repechos cortos, muy duros, que nos obligaron a un esfuerzo extra,
—sin
escaparse una sola queja—. La recompensa llegó puntual:
un breve pero necesario respiro en el Collado de las Cabezas (1201 m)
El Embalse de Navacerrada nos recibió
con una imagen triste: poca agua, lo que dejaba ver con amplitud sus playas de
arena. Aun
así, parecía esforzarse en sonreírnos. Bordeamos
su perfil acercándonos a la pantalla de la presa, ese lugar donde el hormigón y
el cielo se encuentran.
Nos alejamos del embalse para rodar por el
Paseo de la Dehesa del Valle. Un largo recorrido hasta el Collado
de Roblepoyo (1135 m), cruce de caminos. Aquí
se detuvo la prisa por un instante.
Cada ruta tiene un motivo que va más allá de
los kilómetros. Y, justo en este punto, había
llegado el momento de descubrir el de hoy.
Dar la vuelta completa al Cerro del Castillo.
Un reto físico de geometría perfecta. Como los
grandes objetivos de la vida, se siente pleno al alcanzarlo, y requiere el
ánimo de todos para lograrlo.
En lo más alto (1255 m), en ese punto que el
monte consiente para las bicicletas, nos miramos, sonreímos, recuperamos el
aliento y nos felicitamos. Frente a nosotros, espléndidas
vistas. Seguíamos
siendo los mismos y, a la vez, algo había cambiado.
Cada uno lleva su propia máquina del tiempo,
decíamos el jueves. Al pedalear juntos la hemos
puesto a funcionar, intentando retener su huella.
Tras lo conseguido, lo que restaba de ruta se
antojaba como puro trámite. Y, sin embargo, aún
tendríamos que descender hasta Collado Mediano y volver a poner a prueba
nuestra habilidad zigzagueando por la senda del Camino de la Pasada, entre
antiguas canteras. Unos buscando el mejor
trazado y otros surfeando sobre las piedras: Técnicos VS Audaces.
Al tocar los límites de Alpedrete hicimos una nueva
parada. Un
momento para reagruparnos, respirar hondo y permitir que la adrenalina volviera
a su ritmo natural.
Solo quedaban poco más de siete kilómetros para llegar a término, por el Camino de Alpedrete. Estaba inusualmente libre de grandes charcos o de barro, lo que auguraba un regreso rápido... ¡pero no tan rápido! Todavía quedaba el peaje: "trepar" por una zona inevitable de grandes piedras.
¡Todos pie en tierra! En ese momento, las fuerzas no alcanzaban para muchas risas; se reservaban solo para empujar la bicicleta. La última lección de la ruta: la vida en bici exige esfuerzo hasta el final.
Nos habíamos ganado las cervecitas y unos
minutos de animosa charla. Nadie parecía tener prisa por
marcharse. O, al menos, nadie lo confesaba en voz alta. Solo
el rumor lejano del Clásico parecía recordarnos que, más allá de los
senderos, el mundo seguía girando con sus urgencias.
Hay días como este en los que todo parece
detenerse. La bici avanza, es cierto, pero el alma se
queda un instante en ingravidez, contemplando la fortuna de estar juntos, de
seguir pedaleando un domingo más y comprender que esa es, en realidad, nuestra
verdadera meta.
Habíamos ganado: no una carrera, sino otro
pedazo más de vida compartida.
Gracias, Gonzalo, por la invitación. Si me
he extendido más de la cuenta, es porque la ruta y la compañía merecían cada
palabra.
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