Volvimos al mismo lugar, pero no éramos los mismos
La montaña, que todo lo guarda, lo presentía
El Encuentro: La Promesa de la Memoria
El punto de encuentro ya es nuestro: donde el abrazo se da con una sonrisa y el silencio se llena de expectativas y de ganas de pedalear.
En la anterior ocasión, la montaña nos puso a prueba con el barro, las averías mecánicas… y las prisas.
Esta
vez, el pulso del terreno era otro, más seco, más sincero y dispuesto a
dejarnos avanzar, pero no sin esfuerzo… aunque Enrique, fiel a su estilo,
volvía a contagiarnos sus prisas.
El Camino entre Cañadas y Cordeles
Los primeros kilómetros se dejan atrás con
facilidad: Cañada de Merinas, Real Segoviana y Cordel de
los Labajos. Las bicis parecen avanzar con vida propia. ¿Somos
nosotros o es que las bicicletas también guardan memoria?
Como viejos amigos que se reencuentran sin palabras, el terreno y nosotros nos reconocíamos.
Sin apenas darnos cuenta, empezamos a ganar
desnivel por el Cordel de la Serranilla, que se hace más evidente al bordear
Los Molinos. Avanzamos entre dehesas que han perdido todo
su color, que se quejan lastimosas por la falta de agua.
Precisamos de una trampa con la IA para consolarnos con la vista de un campo con hierba y flores silvestres.
Pronto aparece ante nosotros la abandonada Presa de los Irrios. Cada vez que la visitamos, su estampa nos recuerda que aquí, en la Sierra, cada rincón tiene una historia de agua o de sed que contar.
Avanzamos por sendas que, con la ayuda de
zarzas y piornos, nos abren y cierran puertas a su antojo. La
bicicleta no impone, sino que conversa con la naturaleza, se adapta a sus
pausas, respeta sus ritmos. Y en ese diálogo silencioso,
encuentra su camino.
El Cordel de Valladolid nos ofrece un respiro
y agua fresca. Ángel se inclina reverente sobre el
caño como si ejercitara fondos. Un
gesto que resume su energía, justo antes de afrontar con precaución el tramo
por la Nacional VI.
El ascenso por la rampa de hormigón ya es épica, polética, polinpompética. Te lo puedes pensar, pero no hay escape posible, salvo que quieras regresar a casa desde este punto... y no parece ser la intención de ninguno de los presentes.
La Jarosa y El Ascenso
La entrada a La Jarosa nos recibió con un paisaje que parecía haber cambiado de piel. Los caminos que el año pasado se agarraban a las ruedas hoy se ofrecían firmes y casi desafiantes.
Donde antes se luchaba por el agarre, ahora era el suelo reseco el que se enfurecía a nuestro paso.
El grupo se estira y se recoge como un acordeón de voluntades. Hay risas, hay silencios, hay miradas que se cruzan sin necesidad de palabras.
Hemos tomado altura, pero ahora descendemos
por senderos rotos hasta tener a la vista las escasas aguas del embalse de La
Jarosa.
El Ascenso: El Collado del Picazuelo, la Guinda Final
Y llegó el punto clave. El Collado del Picazuelo (1273 m) no es solo un lugar en el mapa: es una promesa pendiente con la montaña y con nosotros mismos.
El terreno empieza a hablar en voz baja. Ya no
hay tanto polvo, pero sí más pendiente. No
hay charla, solo respiraciones que se acompasan.
Se anunciaba como la guinda que algunos no
saborearon, y esta vez no hubo escapatoria. El
tramo final fue de pura voluntad. Cada
pedalada era una respuesta al reto, una conversación íntima entre el cuerpo y
la meta.
Observar a los compañeros en ese ascenso es como
contemplar una metáfora concentrada de la vida: esfuerzo, pausa, aliento compartido.
Coronar el Picazuelo fue una victoria doble:
sobre el desnivel… y sobre la memoria. Y en
ese instante, todo lo vivido encontró su sentido.
La Pausa
En la cima, el aire era distinto, aunque se
nos ocultaran las vistas. Más limpio, más merecido. A
veces, lo que se ve no importa tanto como lo que se siente.
Cruzamos miradas, recuperamos el resuello y
compartimos la foto de recuerdo (el fotógrafo no aparece y tampoco alguno que sigue con prisas). La
parada fue breve y la conversación se volvió tan ligera como la bicicleta en el
descenso.
El Regreso y la Verdad del Pedal
El descenso fue la recompensa. Cada
curva, una caricia tras el esfuerzo. Seguimos
vivos.
Nos reagrupamos al borde de la carretera, ya sabiendo que el track dejará de guiarnos en el tramo final. La pega: durante unos tres kilómetros, el trayecto por la M-600 nos obligó a convertirnos en ciclistas de asfalto, con un tráfico constante y un ruido completamente ajeno a la ruta que estábamos viviendo.
El desvío hacia el Camping Escorial fue un
alivio, como si el camino nos tendiera la mano para devolvernos a su silencio.
Rodamos con ligereza por una pista que, en
esta ocasión, no retenía una sola gota de agua. Cruzamos
el río Guadarrama sin ser conscientes de ello, avanzando por el Camino
del Paseo de Monesterio hasta detenernos junto a las ruinas de la Casa de
Oficios de Felipe II. Las cigüeñas, ausentes,
parecían haber emigrado en busca de humedales.
Allí, entre piedras que aún susurran historia,
nos tomamos un respiro breve y nos dejamos fotografiar, como quienes escuchan
sin interrumpir.
Último Latido de la Ruta
Regresamos al punto de inicio con las piernas
cargadas y la cabeza despejada. Se
confirma: aquí nunca salimos a pasear. Salimos
para que la memoria se renueve y para que el sudor escriba el capítulo que
quedaba pendiente.
Últimamente, las rutas propuestas parecen
haber encogido, como si el tiempo nos apretara los márgenes. Enrique,
que al inicio anunciaba su prisa por regresar, termina siendo quien propone al
llegar que nos tomemos una cerveza juntos.
Y será Rafa quien nos invite, con la sonrisa
de abuelo reciente, para celebrar con nosotros su nueva condición: la de quien
pedalea con un nieto en el corazón.
La ruta se detiene, sí. Pero
el recuerdo sigue pedaleando cuando el cuerpo descansa.
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