Encuentro en La Herrería
El domingo amaneció con un cielo afilado. El
frío, heredero de la noche, se instaló en cada rincón. Tras
la marcha de la borrasca Claudia, quedaba un aire limpio que cortaba como hoja
fina, aunque prometía suavizarse con el movimiento.
En el aparcamiento de La Herrería nos
reunimos con la calma tensa del otoño. Salimos
de los coches encogidos, pero con la sonrisa lista y dispuestos a dar esos esos
abrazos que calientan más que cualquier guante térmico. El
reencuentro es siempre el mejor inicio de ruta.
No faltamos: Andrés,
Ángel, Enrique, Pawel, Raúl, Samuel, Santi y Alfonso. Una
alineación compacta y valiente, con ese espíritu testarudo que solo despierta
cuando el termómetro cae de verdad. Se
echó de menos a otros compañeros, pero su ausencia hizo que cada saludo
presente se sintiera todavía más valioso.
La salida fue como encender un fuego: lenta al
principio, torpe en las primeras pedaladas, hasta que las piernas despertaron y
el cuerpo aceptó que no había marcha atrás.
Primeros pedales y senderos
El Camino del Castañar nos recibió primero,
seguido de un sendero conocido y exigente que nos obligó a entrar en calor,
siempre respetando a los caminantes que compartían nuestra mañana.
La Carretera de la Fuente de la Reina nos
ofreció después un respiro. Cámara en mano, capturamos el
Monasterio de El Escorial bañado por esa luz clara y fría. Fotos
en solitario, de mini grupo y, finalmente, la de familia. Como
nos gusta.
Más adelante, la Cueva del Oso
permanecía vacía, como si su dueño hubiera salido a cazar, dejándonos el
sendero en un silencio relajante. Avanzamos
entre castaños, tilos y sauces hasta el mirador de la Silla de Felipe II,
labrado sobre el granito eterno. Allí
el grupo se revoluciona; hoy todos quieren su foto.
Retomamos la marcha cruzando Zarzalejo, pasando junto a su ayuntamiento y la Iglesia de San Pedro, que nos vio pasar como un viejo hito del camino.
Rodamos unos kilómetros por carretera rumbo al Puerto de la Cruz Verde. Enrique abre la marcha con control, mirando de reojo su pulsómetro, mientras los demás marcamos nuestros ritmos cuidando de no provocarle.
El descenso a Robledo
Tras catorce kilómetros aparece el desvío
hacia la Pista del Vivero, que recorremos por un entorno agradable hasta
el cruce con la Pista de la Mina, que desciende desde el Puerto de la Cruz
Verde. Varias motos irrumpen y rompen, por un
instante, la tranquilidad.
Nos aguarda un largo descenso: primero por un
estrecho sendero con vistas a los cerros de San Benito y de Valdemadero;
después, por una pista ancha donde nos detenemos un par de veces para cruzar
puertas antes de llegar a Robledo de Chavela.
Subida al Mirador y la Ermita
Toca cambiar el chip. Nuestro
siguiente objetivo es el Mirador del Cerro Robledillo. Sabemos
que habrá duros repechos, pero intentamos rodar juntos con cadencia tranquila, respiraciones
medidas. A ratos intercambiamos palabras; a ratos, el
silencio absoluto nos permite escuchar el rumor de hojas y el crujido bajo las
ruedas. Un
latido colectivo, audible solo cuando el frío silencia el mundo.
El mirador nos regala sus vistas hacia Robledo
y la imponente Iglesia de la Asunción. A
pesar de las nubes, la claridad permite que la mirada se abra lejos, con la
nitidez que solo conceden algunos días. Hacemos
la foto de recuerdo: sin el fotógrafo y sin Andrés, que ha preferido no
detenerse.
Pero aún queda "tela que cortar",
con algún repecho duro que Enrique parece recordar bien, antes de llegar a la Ermita
de San Antonio. Sabemos que hay un sendero
paralelo a la carretera, pero la última vez lo encontramos muy cerrado, así que
optamos por lo seguro: la carretera de Fresnedillas.
Camino de Peralejo y regreso
Tomamos el Camino de Zarzalejo, una
pista arreglada hace poco que facilita el rodar, aunque le resta emoción. Avanzamos
rápidos, pero atentos para no pasar por alto la entrada al Camino del
Canalizo, donde nos recibe una vieja amiga: una bañera, seguramente
bebedero de ganado, que provoca la risa de todos y la broma de Raúl.
Rozamos Fresnedillas de la Oliva sin
detenernos; aún queda camino. Continuamos por el Cordel
del Puente de San Juan —o Cañada Real Segoviana, según el tramo—, una vía
que cambia de nombre y siempre desafía a mantener buen ritmo, ocultando
desniveles que castigan las piernas.
Me emparejo con Pawel, que aprieta con fuerza,
y yo hago lo propio para aguantar sin cambiar de "eco". Es un
buen amigo: afloja en cuanto nota que voy al límite. Un
nuevo desvío nos conduce a la estrecha Calleja de los Tinados, sin agua
estancada hoy, pero con mucha piedra suelta camino de Peralejo.
Unos con ganas de acelerar y evitar paradas;
otros disfrutando de cada pedalada. Quien
aún teme la parte complicada y quien, como los niños en el coche, pregunta: "¿Cuánto
queda?". El Camino de Peralejo a El
Escorial no defrauda: alterna tramos duros, capaces de poner a prueba fuerza y
habilidad, con otros para dejarse llevar inmersos en una calleja de cuento otoñal.
Descubrimos —porque ninguno lo conocía— un
carril bici-peatonal junto a la M-600 que nos acerca a El Escorial. Antes
de retomarlo, parada obligada para una nueva foto de grupo en el Mirador de
El Milanillo, con el Monasterio a nuestras espaldas protegiendo la escena.
La Herrería y el cierre
Los puentes sobre el arroyo del Batán y la vía
del tren nos devuelven a La Herrería.
El frío que nos mordió al partir, ahora sonríe con nuestro regreso, recordándonos que el único calor que importa es el que late, despacio, en la cadencia compartida de las ruedas. El final llega con el ritual de siempre: abrazos de cierre, mezcla de felicitación y satisfacción que solo deja una ruta compartida y bien disfrutada.
Solo flota un pequeño lamento en el aire: que
no hubiera lugar cercano para tomarnos esas cervezas que hoy, más que nunca,
nos habíamos ganado.
Pedalear es compartir camino y latido
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