Existen destinos en el mundo
que, por su belleza e historia, invitan a ser explorados una y otra vez
Son
esos lugares que, sin importar cuántas veces los visites, siempre te ofrecen
una nueva perspectiva, una aventura fresca
Y luego
están las rutas, los caminos trazados por la naturaleza o la mano del hombre,
que merecen ser recorridos en múltiples ocasiones. Especialmente
cuando tienes el privilegio de ser el guía para aquellos que ven todo como un
descubrimiento, para quienes cada metro avanzado a base de pedaladas es una
experiencia completamente nueva.
En
esta ocasión, tres compañeros se enfrentan a la ruta por primera vez, mientras
que otros cinco estamos dispuestos a disfrutarla nuevamente: Ángel,
Asanta, Fer, Luis Ángel, Miguel Ángel, Nacho, Rafa y Alfonso. Dos,
de puesta de largo, uno de pirata y el resto mostrando unas piernas que, quizás,
agradecerían unos rayitos de sol que hoy apenas se dejarán ver.
Ah, permitidme
comentar de pasada. Hoy estreno nueva bici, aunque
ni siquiera me había sentado en ella para probarla. Sin
embargo, Fer ha ejercido una especie de “derecho de pernada”, o de pedalada, y
en un abrir y cerrar de ojos, se ha dado una vuelta con my new bike, pero
devolviéndomela ya salpicada de barro. ¡Qué
barbaridad!
Y al
hablar de salpicaduras de barro, más de un compañero, leyendo estas líneas, ha debido soltar una risa
tonta, quizás con un toque de nerviosismo e ironía. Ahora
contaremos.
Con
el cielo ligeramente cubierto, con temperatura agradable y con muchas ganas de
disfrutar, nos ponemos en marcha y entramos rápidamente en senderos donde la
humedad de los campos es palpable. ¡Ay! Mi
bici.
Tras
cinco kilómetros de rodar fácilmente llegamos al Puente de Matafrailes (me
da miedo preguntar por el origen del nombre). Este
puente, con su arco ojival, se alza sobre el arroyo de Canencia, muy
cerca de su desembocadura en el río Lozoya.
Como en
el juego de la Oca, avanzamos de puente a puente hasta situarnos sobre
el puente del Congosto. Ni los eruditos tienen claro
si es de origen romano o ya medieval y, mientras lo deciden, nosotros nos
detenemos en parada larga para llevarnos unas formidables fotos de recuerdo. (Difícil elegir entre las que se han obtenido)
¡Qué
suerte tenemos en Madrid con el agua! Le
comento a Luis Ángel, mientras escuchamos el fuerte ruido de las aguas que fluyen
alegres, embravecidas y sin control.
Y más
adelante, otra maravilla: El Embalse de la Pinilla,
que podemos admirar en toda su plenitud desde el Mirador del Valle. Aunque
nos queda mucha ruta, a ninguno parece importarnos ahora mismo.
Abandonamos
la “pista de paseo” alrededor del embalse, atravesamos un túnel bajo la M-604 y
comenzamos a seguir el cauce del arroyo del Villar por un sendero forestal.
Algunos
recordábamos que este camino fue complicado la vez anterior, pero esta vez lo
encontramos aún más desafiante.
La
dificultad radica en avanzar a pesar del barro que encontramos constantemente, especialmente
resbaladizo cuando intentamos superar desniveles ya de por sí difíciles. Me
enorgullece ver el esfuerzo de mis compañeros y escuchar risas en el bosque en
lugar de los lamentos y quejas que se podrían esperar.
No
hay fotos en zonas embarradas porque no me detengo. Es mejor
intentar mantener la inercia, ya que cuesta mucho volver arrancar.
Hemos
recorrido más de cuatro kilómetros por la ladera baja del Cerro de la Cruz,
lo que está pasando factura a nuestras piernas. Sin
embargo, nuestro ánimo sigue en alto mientras seguimos bromeando: ¿Estamos
en zona de sotobosque? ¿Sí? ¿No? “Vegetación
formada por matas y arbustos que crece bajo árboles jóvenes en un bosque”. La
tontería dará para un buen rato.
Finalmente,
alcanzamos el Collado de los Espinosos y ahora nos espera un descenso
fácil hacia Navarredonda, donde una fuente de agua fresca nos da la
bienvenida.
El entorno
es realmente hermoso, rodando ahora por la Ruta del Robledal, que nos
trae muchos recuerdos de las rutas por San Rafael y El Espinar. Superando
después el puente de madera sobre el arroyo del Chorro.
Los
últimos kilómetros de fácil rodar se van a acabar. Nos
encontramos en cruce de caminos, en el Mirador de San Mamés, con letreros
informativos en los que el incívico de turno se ha empeñado en dejar su firma.
Frente
a nosotros se extiende una pista ancha perfectamente compactada, y al fondo, engañándonos
sobre su tamaño, ya vemos la Chorrera de San Mamés. Nos
lanzamos a por ella, superando dos kilómetros de duro ascenso. Como
en el bosque, no miro atrás ni me detengo a hacer fotos… bastante con mantener
el resuello.
Alcanzamos
el refugio, la Casa del Leñador, en la Puerta de los Carpetanos (una de
las Puertas en la Sierra de Guadarrama)
Durante
el ascenso había comentado la posibilidad de marcar meta en el refugio y
regresar… ya que conocíamos la fatiga de llegar al último mirador. Pero
cuando me quiero dar cuenta, Ángel, Asanta y Fer han desaparecido. No
querían perderse las vistas privilegiadas, así que al resto nos toca esperar su
regreso.
Una
vez reunidos de nuevo en el cruce de caminos, los tres mosqueteros lucen
satisfechos. Llevamos ya retraso, pero ¡Tranquilos!
Que
ya es todo bajada. Fer, eufórico y con la
adrenalina fluyendo, se lanza por el camino de los Almajanes y la Cañada de la
Cárcaba.
Pero
cuidado, porque incluso en la bajada hay trampas. Una
zona de arena la superamos sin problemas, otra de piedras es esquivada, pero
esa zona húmeda que parece un inocente charco sucio puede ser una auténtica
trampa. Fer
entra confiado y, afortunadamente, no sale de cabeza. Su
rueda delantera se hunde en el barro cada vez más, como si no encontrara fondo
y al intentar incorporarse le ocurre lo mismo con las piernas.
¡Ayudadle,
que lo perdemos! Está claro que no se ha hecho
daño, las carcajadas son incontrolables, muy a pesar del protagonista. Fer ha
quedado más rebozado que una croqueta. Gracias
por el aviso, amigo. Si no es por ti caemos todos
en el agujero.
Más
adelante, junto a puente madera sobre el arroyo de los Robles, nos
detenemos para que Fer se sumerja casi al completo en un baño de agua helada. Yo
aprovecho también para deshacerme del barro acumulado… Si lo
llegamos a saber...
Por
delante, un largo recorrido por el Cordel de la Solana… pero allí parece que el
sol no ha entrado, y sí toda el agua de la zona. Sin
posibilidad de escapar por los muretes de piedra, tenemos que seguir adelante
por la calleja, haciendo malabarismos para no resbalar o hundirte en el barro
maloliente, pisoteado y aliñado al gusto por el ganado vacuno.
Un
respiro hasta llegar a Villavieja del Lozoya, en las cercanías del Embalse
de Riosequillo (1958) y a Pinilla de Buitrago. Pero
¡quietos, parados! ¡hay avería! Asanta
se ha quedado sin un pedal. No habrá forma de lograr que
aquella rosca agarre por más que intentamos todos los trucos McGyver. Tendrá
que seguir adelante haciendo equilibrios y tirando más de una pierna (qué
agujetas va a tener).
Y de
nuevo más de lo mismo. Otra calleja que habrá que
atravesar sí o sí. Esta con más agua que barro,
pero ya todo nos da igual. La ermita de Santiago nos
indica que ya estamos muy cerca y apuramos la marcha.
Con
las paradas para fotos, con el barro, con el agua, con los baños casi
integrales y las averías (2) pues Rafa rompió la maneta del cambio y así se
hizo más de media ruta a piñón fijo, en esta ruta, bonita y entretenida, nos
hemos ido a más de seis horas y cuarto, pero tranquilos, en movimiento bastante
menos.
Dicen
que, de media, nos quejamos, conscientes o no de ello, unas 15 o 20 veces al
día.
Pero
hoy solamente se han quejado los frenos por el barro y el agua. Estupendo
ambiente.
¡¡Enhorabuena a todos!!