Cuando el pedal marca el ritmo y el otoño pone la melodía
El amanecer trae ese aire templado y húmedo que solo el otoño sabe mezclar. Lo respiro despacio. Las nubes se abren lentamente y, entre ellas, la luz acaricia la montaña como si quisiera consolarla.
En el punto de encuentro, las voces suenan
alegres; y las sonrisas —aunque madrugadoras— tienen algo de especial. Es
ese instante en que sabes que todo va a ir bien, porque estás donde quieres
estar.
Raúl toma el testigo: su primera ruta
propuesta, su primera vez como guía. Ha
llegado antes que nosotros, atento a cada detalle, ayudando a los compañeros a
encontrar el mejor lugar para aparcar. En su
mirada se nota esa mezcla de ilusión y responsabilidad que se siente cuando uno
invita a los suyos a recorrer su propio territorio.
Hoy el grupo suena como una melodía: Andrés
marca el ritmo, Ángel afina la armonía, Enrique pone el compás. Fer
es el acorde alegre, Jesús la nota grave que sostiene. Juan es la
letra que emociona, Miguel Ángel el silencio entre frases. Nacho añade la percusión precisa que anima el conjunto. Patrick
aporta ese timbre sereno que da el equilibrio, Pedro es el eco, Rafa
el pulso, y Raúl, el director de esta pieza. Santi improvisa, y
yo, Alfonso, intento escribir la partitura sin romper la sintonía.
Unos kilómetros más tarde se nos unirá Gonzalo,
completando la orquesta justo a tiempo para que la ruta suene en plenitud.
Con todos los instrumentos preparados,
empezamos a rodar. Cruzamos el puente sobre la
A-6 y avanzamos unos kilómetros en paralelo a la pista, alejándonos de la autovía
para conectar con el camino.
Recorremos tramos de la Dehesa y el Cordel de Valladolid, dejando atrás las zonas urbanas de Torrelodones y Las Matas. Es un suave descenso por el que nos guía Raúl hasta cruzar de nuevo la A-6, apartándonos, por fin, del ruido de los coches.
La formación se estira y encaja su ritmo entre los árboles, en silenciosa concentración.
No se escucha el rumor del agua, pero —sin ser del todo conscientes— rodamos junto al Canal de Guadarrama por un sendero estrecho y serpenteante que se abre paso entre los árboles del Encinar de Las Rozas.
Cada
uno atento al terreno y al compañero que lleva delante. Un
poco de barro deslizante, ramas y arbustos que rozan los brazos, tramos tan
estrechos que es mejor no mirar hacia el lado donde se asoma la ladera. Y,
entre todo ello, momentos de rodar fácil y divertido, cuando el camino se
ensancha y parece sonreírnos.
El aire huele a bosque recién despertado, a la humedad del camino y todavía se siente el frescor de la mañana. Es imposible mirarse unos a otros, ni siquiera de reojo, pero sin hablar sabemos que todos compartimos las mismas sensaciones.
Los más veteranos sentimos cómo cada curva despierta
recuerdos de rutas pasadas, de días que parecían iguales y ya son parte de la
memoria. Quizá absorto en ellos, una
rama me engancha el manillar y caigo, sin más daño que en el orgullo: una breve
disonancia en la sinfonía.
El sendero se abre a una zona de arbolado alto,
donde se agradecen los rayos de sol que se cuelan entre las ramas. Es el
momento de reagruparse, tomar aire y sacudirme el barro. Por
suerte, esta vez ha resistido el maillot.
A los diecisiete kilómetros, la presa del
Gasco —sobre el río Guadarrama— nos recibe como una voz antigua que aún
resuena, firme y serena. Sus muros de piedra,
desgastados por siglos de viento y abandono, guardan la historia de una utopía:
aquel canal que quiso unir Madrid con el mar.
Nadie lo logró, y sus obras quedaron
paralizadas en 1799, tras el derrumbe parcial causado por una fuerte tormenta. Sin
embargo, persiste entre las zarzas una obstinada dignidad, como si el sueño se
negara a desaparecer del todo. Rodar sobre sus cimientos es
un recordatorio de que, a veces, la grandeza reside en la perseverancia, más
que en la meta alcanzada.
Deshacemos parte del camino y nos dirigimos con
rapidez por un sendero disfrutón hacia el pintoresco y modesto embalse del
Molino de la Hoz, donde el agua refleja el cielo y nos pide a gritos una
foto de recuerdo.
Seguidamente, cruzamos el Puente del
Retamar, donde cada pedalada parece una conversación con la calma. Estamos
en el punto más bajo de nuestra ruta y todos intuimos que la subida está por
venir.
Apodado por algunos como el puente de Dick
Turpin, este lugar evoca leyendas de bandoleros, aunque el célebre inglés jamás
cabalgó por estas tierras: su huella vive solo en la imaginación.
El cordel de Colmenarejo, con su pista ancha,
parece desafiarnos y todos aceptamos el reto. Van a
ser casi ocho kilómetros de duro ascenso. Los
cinco primeros hasta el Cerro del Paredón, donde la vista se despeja y
el pelotón se alinea, compacto, contra el horizonte.
Después, por el Monte Cuesta Blanca, la columna se estira y se estira. No hay conversaciones, nadie habla con el compañero. Solo se escucha… se siente el latido compartido del esfuerzo. Cada uno coge su propio ritmo y procura que nadie le saque de sintonía. A veces, eso basta.
Atrás van quedando los Altos de Galapagar y el
Cerro del Chaparral para dar paso a un descenso que todos agradecemos, antes de
regresar a Torrelodones.
Y al fondo, como final natural del trayecto,
la Torre de los Lodones —esa atalaya musulmana del siglo IX—, testigo
tantas veces y desde lo alto de nuestro paso al encuentro de rutas.
Construida para vigilar el antiguo corredor,
hoy sigue ahí, firme en su cerro de granito, siendo el símbolo que nos recuerda
que esta tierra siempre ha sido un cruce de caminos y un lugar de encuentro.
Al final del recorrido, Raúl observa nuestras
caras en busca de una aprobación que recibe por unanimidad y se une a Patrick
para ofrecernos el mejor final de ruta posible. Gesto
generoso de ambos que no es solo una invitación: es una forma de decir “gracias
por venir”, por encontrarnos, por compartir la montaña y también la vida.
Brindamos por la ruta, por el otoño que nos
mira de frente y por esa amistad que —como el canal del Guadarrama— sigue
fluyendo aunque el tiempo pase. Y por
nosotros, que seguimos encontrándonos, domingo tras domingo, como si fuera la
primera vez.
El otoño no se refleja solo en los árboles, sino en nosotros. Gracias Patrick, gracias Raúl. Mientras esa luz dorada nos alcance, seguiremos pedaleando hacia nuevos caminos.
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