La ruta del domingo aún resonaba en nuestras
piernas, pero hoy la montaña volvió a llamarnos. Y
Ángel, como buen compañero, respondió sin dudar.
Madrugamos de nuevo, como dos cómplices que
saben que el calor no perdona y que la mejor luz es la que se cuela entre los
árboles en las primeras horas.
Con un borrador de trazado en la cabeza, salimos sin prisas, pero con propósito. La ruta se fue dibujando sola, como si la sierra nos susurrara el camino entre ramas rotas y piedras que aún guardaban el frescor de tormentas recientes.
El Camino del Agua, desde la puerta de
Campanillas hasta las ruinas de la Casilla del Peón Caminero, nos sorprendió. Tras
los trabajos forestales y con la reciente lluvia, se ha convertido en una pista
amplia y lisa, más que digna incluso para bicicletas de carretera, aunque ha
perdido gran parte de su encanto. Un
cambio inesperado, pero interesante.
Cerca del Alto del León, propuse un
desvío hacia el Cerro de la Sevillana (1564 m). Quería
mostrarle a Ángel los bunkers y trincheras que aún resisten el paso del tiempo,
testigos mudos de otras batallas. Caminamos
un buen rato, sin que nos importara. En
cada piedra, en cada hueco, se intuye una historia que pocos cuentan, pero que
la montaña conserva con respeto.
Desde el Collado de la Sevillana (1498
m), los senderos nos guiaron con facilidad hasta el Alto del León. Allí,
el León, desde su pedestal, pareció guiñarnos un ojo. Quizás
fue un guiño de complicidad, como si supiera que hoy no veníamos a conquistar
cumbres, sino a compartir silencios.
Tomamos los toboganes en descenso, cada vez
más rotos, pero aún familiares. Y
tras ellos, nuevos toboganes, esta vez de duros ascensos. Ángel
los subió con esfuerzo, pero sin queja, como quien conoce el terreno y lo
respeta. Nos llevaron hacia la pista del Mirador de
Peña del Águila (1469 m), donde la tierra aún mostraba las huellas de la
tormenta de granizo de hace un par de días.
Y entonces, el Collado Hornillo (1637
m). ¡Ay,
Collado Hornillo! Cuánto te queremos, por
abrirnos las puertas a mil rutas, por ser punto de encuentro y de partida. El
Hornillo, viejo amigo, nos recibe como siempre: sin palabras, pero con mil
senderos abiertos como brazos.
Ascendimos al Collado de la Mina (1709
m), y aunque aún era temprano, el sol empezó a picar en los brazos, como si se
vengara de nuestra huida matinal. Pero
no nos detuvo.
El descenso hasta el Collado Lagasca o
de la Gasca (1601 m) fue rápido, casi juguetón. Nos
entretuvimos recorriendo senderos que siempre son una maravilla, más aún cuando
la vista se recrea en ellos. Un tramo trialero, con algún
roto, pero noble. De vuelta al Collado, nuevas
sendas se abrieron ante nosotros, más limpias de lo esperado, como si se
alegraran de vernos.
Y así, con tranquilidad, fuimos regresando. En
busca de unas merecidas cervezas, como manda la tradición. Y al
final, como siempre, la cerveza no fue solo recompensa: fue brindis por la
amistad, por la ruta, y por seguir pedaleando entre sombras y palabras.`
Pedalear es recordar que el tiempo no se mide en horas, sino en momentos que nos hacen sentir vivos. — Alfonso
Buena ruta os habeis pegado amigos!! Nos tienes que enseñar estos Bunker Alfonso.
ResponderEliminarLa vuelta al cole... cada vez mas cerca!!
Patrick S.
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