Pedalear para no olvidar
Este domingo, las alertas avisaban de
temperaturas extremas. El sol prometía récords, los
caminos resecos y las sombras escasas. Y,
sin embargo, hubo propuesta de ruta… y decidí acudir.
Sé que no me llevo bien con el calor. Lo
reconozco. Pero hay días en los que el cuerpo se rinde
ante las ganas de ver a los compañeros, y la bicicleta se convierte en un
impulso más fuerte que cualquier previsión meteorológica.
Guiados por ese impulso, aparecimos: Andrés,
Fer, Juan, Nacho, Santi y Alfonso.
Desde San Rafael, las opciones para tomar
altura son pocas, pero conocidas. Volvimos
a recorrer parte de la Cañada Leonesa, ese sendero que ya forma parte de
nuestra piel, para alcanzar el Collado Hornillo.
Y como si fuera un ritual no escrito, nos
detuvimos junto al Embalse de Cañada Mojada. Allí,
donde el agua parece resistirse a la sequía, nos hicimos la foto de rigor. No
por costumbre, sino por respeto al instante.
La sombra se buscaba como se busca consuelo en
una conversación pausada. Pero el bochorno se colaba
entre las ramas, y los caminos crujían bajo nuestras ruedas, con las piedras
más sueltas que nunca, como si también ellos pidieran tregua.
No sé si éramos totalmente conscientes, pero
se notaba que el ritmo era más lento, las reacciones más pausadas. El
tiempo corría y los kilómetros parecían no sumar.
Mientras dábamos pedales, la mente volaba a
otras rutas. Aquellas de mayores distancias, más
complicadas, auténticos retos… que ahora se antojaban un sueño. Lo
importante era evitar el desapego de las bicicletas y nuestras piernas. Seguir
pedaleando, aunque fuera con el alma en modo contemplativo.
Fue Fer quien propuso tomar el descenso
desde el Collado Gargantilla.
Y fue allí donde la montaña, caprichosa, le
jugó una mala pasada. Una caída fuerte, de esas que
detienen el tiempo por un momento.
Confiamos en que los cortes del brazo sean lo único que le quede un tiempo de recuerdo, sin que el cuerpo le guarde rencor.
Seguimos bajando, con el eco de otras rutas en
la memoria. Aquellas en las que el mismo trazado nos
envolvía en verde, en humedad, en vida. Hoy,
en cambio, el paisaje parecía pedirnos paciencia.
Al final, como casi siempre, llegaron las
cervezas. Y las risas. Porque
incluso en días duros, la amistad tiene el poder de refrescar más que cualquier
sombra.
Nacho, Santi, gracias por las invitaciones.
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