domingo, 23 de noviembre de 2025

La mañana que despertó con frío

 

Encuentro en La Herrería

El domingo amaneció con un cielo afilado. El frío, heredero de la noche, se instaló en cada rincón. Tras la marcha de la borrasca Claudia, quedaba un aire limpio que cortaba como hoja fina, aunque prometía suavizarse con el movimiento.

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En el aparcamiento de La Herrería nos reunimos con la calma tensa del otoño. Salimos de los coches encogidos, pero con la sonrisa lista y dispuestos a dar esos esos abrazos que calientan más que cualquier guante térmico. El reencuentro es siempre el mejor inicio de ruta.

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No faltamos: Andrés, Ángel, Enrique, Pawel, Raúl, Samuel, Santi y Alfonso. Una alineación compacta y valiente, con ese espíritu testarudo que solo despierta cuando el termómetro cae de verdad. Se echó de menos a otros compañeros, pero su ausencia hizo que cada saludo presente se sintiera todavía más valioso.

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La salida fue como encender un fuego: lenta al principio, torpe en las primeras pedaladas, hasta que las piernas despertaron y el cuerpo aceptó que no había marcha atrás.

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Primeros pedales y senderos

El Camino del Castañar nos recibió primero, seguido de un sendero conocido y exigente que nos obligó a entrar en calor, siempre respetando a los caminantes que compartían nuestra mañana.

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La Carretera de la Fuente de la Reina nos ofreció después un respiro. Cámara en mano, capturamos el Monasterio de El Escorial bañado por esa luz clara y fría. Fotos en solitario, de mini grupo y, finalmente, la de familia. Como nos gusta.

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Más adelante, la Cueva del Oso permanecía vacía, como si su dueño hubiera salido a cazar, dejándonos el sendero en un silencio relajante. Avanzamos entre castaños, tilos y sauces hasta el mirador de la Silla de Felipe II, labrado sobre el granito eterno. Allí el grupo se revoluciona; hoy todos quieren su foto.

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Retomamos la marcha cruzando Zarzalejo, pasando junto a su ayuntamiento y la Iglesia de San Pedro, que nos vio pasar como un viejo hito del camino.

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Rodamos unos kilómetros por carretera rumbo al Puerto de la Cruz Verde. Enrique abre la marcha con control, mirando de reojo su pulsómetro, mientras los demás marcamos nuestros ritmos cuidando de no provocarle.

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El descenso a Robledo

Tras catorce kilómetros aparece el desvío hacia la Pista del Vivero, que recorremos por un entorno agradable hasta el cruce con la Pista de la Mina, que desciende desde el Puerto de la Cruz Verde. Varias motos irrumpen y rompen, por un instante, la tranquilidad.

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Nos aguarda un largo descenso: primero por un estrecho sendero con vistas a los cerros de San Benito y de Valdemadero; después, por una pista ancha donde nos detenemos un par de veces para cruzar puertas antes de llegar a Robledo de Chavela.

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Subida al Mirador y la Ermita

Toca cambiar el chip. Nuestro siguiente objetivo es el Mirador del Cerro Robledillo. Sabemos que habrá duros repechos, pero intentamos rodar juntos con cadencia tranquila, respiraciones medidas. A ratos intercambiamos palabras; a ratos, el silencio absoluto nos permite escuchar el rumor de hojas y el crujido bajo las ruedas. Un latido colectivo, audible solo cuando el frío silencia el mundo.

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El mirador nos regala sus vistas hacia Robledo y la imponente Iglesia de la Asunción. A pesar de las nubes, la claridad permite que la mirada se abra lejos, con la nitidez que solo conceden algunos días. Hacemos la foto de recuerdo: sin el fotógrafo y sin Andrés, que ha preferido no detenerse.

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Pero aún queda "tela que cortar", con algún repecho duro que Enrique parece recordar bien, antes de llegar a la Ermita de San Antonio. Sabemos que hay un sendero paralelo a la carretera, pero la última vez lo encontramos muy cerrado, así que optamos por lo seguro: la carretera de Fresnedillas.

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Camino de Peralejo y regreso

Tomamos el Camino de Zarzalejo, una pista arreglada hace poco que facilita el rodar, aunque le resta emoción. Avanzamos rápidos, pero atentos para no pasar por alto la entrada al Camino del Canalizo, donde nos recibe una vieja amiga: una bañera, seguramente bebedero de ganado, que provoca la risa de todos y la broma de Raúl.

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Rozamos Fresnedillas de la Oliva sin detenernos; aún queda camino. Continuamos por el Cordel del Puente de San Juan —o Cañada Real Segoviana, según el tramo—, una vía que cambia de nombre y siempre desafía a mantener buen ritmo, ocultando desniveles que castigan las piernas.

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Me emparejo con Pawel, que aprieta con fuerza, y yo hago lo propio para aguantar sin cambiar de "eco". Es un buen amigo: afloja en cuanto nota que voy al límite. Un nuevo desvío nos conduce a la estrecha Calleja de los Tinados, sin agua estancada hoy, pero con mucha piedra suelta camino de Peralejo.

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Unos con ganas de acelerar y evitar paradas; otros disfrutando de cada pedalada. Quien aún teme la parte complicada y quien, como los niños en el coche, pregunta: "¿Cuánto queda?". El Camino de Peralejo a El Escorial no defrauda: alterna tramos duros, capaces de poner a prueba fuerza y habilidad, con otros para dejarse llevar inmersos en una calleja de cuento otoñal.

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Descubrimos —porque ninguno lo conocía— un carril bici-peatonal junto a la M-600 que nos acerca a El Escorial. Antes de retomarlo, parada obligada para una nueva foto de grupo en el Mirador de El Milanillo, con el Monasterio a nuestras espaldas protegiendo la escena.

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La Herrería y el cierre

Los puentes sobre el arroyo del Batán y la vía del tren nos devuelven a La Herrería.

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El frío que nos mordió al partir, ahora sonríe con nuestro regreso, recordándonos que el único calor que importa es el que late, despacio, en la cadencia compartida de las ruedas. El final llega con el ritual de siempre: abrazos de cierre, mezcla de felicitación y satisfacción que solo deja una ruta compartida y bien disfrutada.

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Solo flota un pequeño lamento en el aire: que no hubiera lugar cercano para tomarnos esas cervezas que hoy, más que nunca, nos habíamos ganado.

Pedalear es compartir camino y latido


jueves, 20 de noviembre de 2025

El Pulso Despacio: La calma como resistencia

El otoño avanza despacio, ajeno a nuestras urgencias. En la sierra, cada día añade un matiz nuevo al pinar, un silencio distinto, una luz que se recoge antes de tiempo. 

Mientras la ciudad acelera, la montaña nos recuerda que hay momentos que solo pueden vivirse despacio.

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La Cadencia que nos salva

Dicen que vivimos rápido, que la velocidad se ha convertido en una forma silenciosa de medir la modernidad. Tal vez caminamos acelerados porque nos da miedo detenernos: en la quietud aparecen preguntas que no siempre sabemos responder.

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Pero nosotros —los que cada domingo huimos hacia las montañas— sabemos que otra vida es posible. La prisa se queda en la ciudad como un abrigo colgado antes de entrar. En cuanto los árboles nos rodean, el ritmo cambia de forma natural. No porque seamos más lentos, sino porque dejamos de medirnos en segundos.

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Allí arriba no importa cuántos metros se recorren ni en cuánto tiempo. Solo cuenta cómo respiramos, cómo la brisa nos despierta, cómo la tierra húmeda amansa la mente. La cadencia conjunta del grupo es ese rumor de ruedas que nos recuerda que la vida también puede avanzar sin atropellarlo todo.

Cada vez que nos internamos en el pinar, cada vez que el sendero se estrecha y el sol se filtra entre las ramas, sentimos que algo dentro se acomoda, como si encontrara su sitio.

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Y entonces lo entendemos:
La calma no es una renuncia, sino la forma más noble de resistencia.

La montaña no nos pide prisa. La bicicleta tampoco. Somos nosotros quienes nos concedemos, al menos unas horas cada semana, el derecho a vivir a otro ritmo. Y en ese gesto sencillo —pedalear juntos, sin urgencias— encontramos algo que ninguna ciudad puede medir: espacio para ser.

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La Lección de la Resistencia

Sin embargo, toda filosofía debe ser puesta a prueba por la realidad. Y la realidad, esta semana, vino empapada, recordándonos que el pulso de la montaña no es negociable.

Durante días, la borrasca Claudia decretó su propia ley: una lluvia persistente que humedeció los senderos de toda la península. Aunque el deseo de salir a rodar siempre late, la responsabilidad me hizo dudar: no me atreví a ofrecer una propuesta oficial que garantizara seguridad y disfrute para todos. 

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En medio de esa duda, surgieron compromisos sociales ajenos a la bicicleta a los que tampoco quise negarme.

Pero fueron mis compañeros quienes me recordaron la sencillez de lo que en el fondo buscamos: juntarnos sin más pretensiones, dejar que la mañana empiece con un café caliente y termine, seguramente, con las bicicletas cubiertas de barro, pero con la sonrisa limpia.

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Valientes y testarudos, esos compañeros decidieron aceptar el desafío y dejar su propio rastro en los senderos empapados. A ellos mi reconocimiento, una sonrisa cómplice por recordarnos que la esencia de la ruta está en la compañía, no en los logros.


Domingo, 23 de Noviembre de 2025

Este domingo volveremos a buscarnos en los caminos, a reconocernos unos a otros y también a nosotros mismos.

No importará el barro que encontremos ni el frío que ya se anuncia: importará estar, importará la presencia.

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Iremos para dejar atrás la prisa —esa compañera exigente que nunca pregunta cómo estamos— y para recuperar la cadencia vital que solo aparece cuando la montaña nos envuelve y el aire vuelve a oler a pino húmedo.

Hora de encuentro: 🕣 8,45

Lugar de encuentro: 📍Parking de La Herrería (junto al campo de golf) El Escorial


viernes, 14 de noviembre de 2025

El "Momento Eureka" sobre ruedas: Cuando la Mente se Aclara

 

A veces, las mejores ideas no nacen frente al ordenador, sino en mitad de una ruta

El pedaleo constante, el aire fresco en la cara y la cabeza despejada parecen crear el ambiente perfecto para que las ideas empiecen a encajar.

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Me ha pasado muchas veces: resolver una duda, encontrar la forma de empezar un texto o incluso tomar una decisión importante mientras pedaleo. La bicicleta se convierte, así, en mi rincón para pensar, sin prisas y sin distracciones.

Hay algo mágico en esos “momentos Eureka” sobre ruedas. No los busco, simplemente aparecen.

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De repente, todo se aclara: una frase, un recuerdo, una respuesta que llevaba días rondando.
Y cuando eso ocurre, sonrío sin darme cuenta. Sigo pedaleando, pero ya no soy el mismo que salió de casa.

Tal vez sea el ritmo de las ruedas, o el silencio del monte, o la sensación de estar justo donde uno quiere estar.
Lo cierto es que, en la bicicleta, las ideas ruedan mejor.

 

Domingo 16 de noviembre de 2025

Las previsiones anuncian lluvia, mucha lluvia.

La montaña nos espera siempre, pero a veces conviene dejar que respire, que se empape, que se renueve.

No matéis al mensajero

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Tenía preparadas dos posibles rutas, una con mayor desplazamiento y otra más cercana, pero da igual: parece que “Claudia” ha llegado muy cabreada y agresiva, y nos aconseja quedarnos recluidos como las gallinas, so pena de acabar calados y cubiertos de barro.

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Por mi parte, aprovecharé para atender algunos compromisos sociales en los que se me reclama desde hace tiempo.

¡Nos vemos en breve!


domingo, 9 de noviembre de 2025

La Música del Otoño


Cuando el pedal marca el ritmo y el otoño pone la melodía

El amanecer trae ese aire templado y húmedo que solo el otoño sabe mezclar. Lo respiro despacio. Las nubes se abren lentamente y, entre ellas, la luz acaricia la montaña como si quisiera consolarla.

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En el punto de encuentro, las voces suenan alegres; y las sonrisas —aunque madrugadoras— tienen algo de especial. Es ese instante en que sabes que todo va a ir bien, porque estás donde quieres estar.

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Raúl toma el testigo: su primera ruta propuesta, su primera vez como guía. Ha llegado antes que nosotros, atento a cada detalle, ayudando a los compañeros a encontrar el mejor lugar para aparcar. En su mirada se nota esa mezcla de ilusión y responsabilidad que se siente cuando uno invita a los suyos a recorrer su propio territorio.

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Hoy el grupo suena como una melodía: Andrés marca el ritmo, Ángel afina la armonía, Enrique pone el compás. Fer es el acorde alegre, Jesús la nota grave que sostiene. Juan es la letra que emociona, Miguel Ángel el silencio entre frases. Nacho añade la percusión precisa que anima el conjunto. Patrick aporta ese timbre sereno que da el equilibrio, Pedro es el eco, Rafa el pulso, y Raúl, el director de esta pieza. Santi improvisa, y yo, Alfonso, intento escribir la partitura sin romper la sintonía.

Unos kilómetros más tarde se nos unirá Gonzalo, completando la orquesta justo a tiempo para que la ruta suene en plenitud.

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Con todos los instrumentos preparados, empezamos a rodar. Cruzamos el puente sobre la A-6 y avanzamos unos kilómetros en paralelo a la pista, alejándonos de la autovía para conectar con el camino.

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Recorremos tramos de la Dehesa y el Cordel de Valladolid, dejando atrás las zonas urbanas de Torrelodones y Las Matas. Es un suave descenso por el que nos guía Raúl hasta cruzar de nuevo la A-6, apartándonos, por fin, del ruido de los coches.

La formación se estira y encaja su ritmo entre los árboles, en silenciosa concentración.

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No se escucha el rumor del agua, pero —sin ser del todo conscientes— rodamos junto al Canal de Guadarrama por un sendero estrecho y serpenteante que se abre paso entre los árboles del Encinar de Las Rozas.

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Cada uno atento al terreno y al compañero que lleva delante. Un poco de barro deslizante, ramas y arbustos que rozan los brazos, tramos tan estrechos que es mejor no mirar hacia el lado donde se asoma la ladera. Y, entre todo ello, momentos de rodar fácil y divertido, cuando el camino se ensancha y parece sonreírnos.

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El aire huele a bosque recién despertado, a la humedad del camino y todavía se siente el frescor de la mañana. Es imposible mirarse unos a otros, ni siquiera de reojo, pero sin hablar sabemos que todos compartimos las mismas sensaciones.

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Los más veteranos sentimos cómo cada curva despierta recuerdos de rutas pasadas, de días que parecían iguales y ya son parte de la memoria. Quizá absorto en ellos, una rama me engancha el manillar y caigo, sin más daño que en el orgullo: una breve disonancia en la sinfonía.

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El sendero se abre a una zona de arbolado alto, donde se agradecen los rayos de sol que se cuelan entre las ramas. Es el momento de reagruparse, tomar aire y sacudirme el barro. Por suerte, esta vez ha resistido el maillot.

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A los diecisiete kilómetros, la presa del Gasco —sobre el río Guadarrama— nos recibe como una voz antigua que aún resuena, firme y serena. Sus muros de piedra, desgastados por siglos de viento y abandono, guardan la historia de una utopía: aquel canal que quiso unir Madrid con el mar.

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Nadie lo logró, y sus obras quedaron paralizadas en 1799, tras el derrumbe parcial causado por una fuerte tormenta. Sin embargo, persiste entre las zarzas una obstinada dignidad, como si el sueño se negara a desaparecer del todo. Rodar sobre sus cimientos es un recordatorio de que, a veces, la grandeza reside en la perseverancia, más que en la meta alcanzada.

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Deshacemos parte del camino y nos dirigimos con rapidez por un sendero disfrutón hacia el pintoresco y modesto embalse del Molino de la Hoz, donde el agua refleja el cielo y nos pide a gritos una foto de recuerdo.

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Seguidamente, cruzamos el Puente del Retamar, donde cada pedalada parece una conversación con la calma. Estamos en el punto más bajo de nuestra ruta y todos intuimos que la subida está por venir.

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Apodado por algunos como el puente de Dick Turpin, este lugar evoca leyendas de bandoleros, aunque el célebre inglés jamás cabalgó por estas tierras: su huella vive solo en la imaginación.

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El cordel de Colmenarejo, con su pista ancha, parece desafiarnos y todos aceptamos el reto. Van a ser casi ocho kilómetros de duro ascenso. Los cinco primeros hasta el Cerro del Paredón, donde la vista se despeja y el pelotón se alinea, compacto, contra el horizonte.

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Después, por el Monte Cuesta Blanca, la columna se estira y se estira. No hay conversaciones, nadie habla con el compañero. Solo se escucha… se siente el latido compartido del esfuerzo. Cada uno coge su propio ritmo y procura que nadie le saque de sintonía. A veces, eso basta.

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Atrás van quedando los Altos de Galapagar y el Cerro del Chaparral para dar paso a un descenso que todos agradecemos, antes de regresar a Torrelodones.

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Y al fondo, como final natural del trayecto, la Torre de los Lodones —esa atalaya musulmana del siglo IX—, testigo tantas veces y desde lo alto de nuestro paso al encuentro de rutas.

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Construida para vigilar el antiguo corredor, hoy sigue ahí, firme en su cerro de granito, siendo el símbolo que nos recuerda que esta tierra siempre ha sido un cruce de caminos y un lugar de encuentro.

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Al final del recorrido, Raúl observa nuestras caras en busca de una aprobación que recibe por unanimidad y se une a Patrick para ofrecernos el mejor final de ruta posible. Gesto generoso de ambos que no es solo una invitación: es una forma de decir “gracias por venir”, por encontrarnos, por compartir la montaña y también la vida.

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Brindamos por la ruta, por el otoño que nos mira de frente y por esa amistad que —como el canal del Guadarrama— sigue fluyendo aunque el tiempo pase. Y por nosotros, que seguimos encontrándonos, domingo tras domingo, como si fuera la primera vez.

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El otoño no se refleja solo en los árboles, sino en nosotros. Gracias Patrick, gracias Raúl. Mientras esa luz dorada nos alcance, seguiremos pedaleando hacia nuevos caminos. 

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