domingo, 26 de octubre de 2025

El Tiempo en Pedaladas

 

Del Mirador de Moralzarzal al Cerro del Castillo

 

El reloj se ajusta al cambio, pero el corazón no entiende de horarios: late a su propio ritmo


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Así lo sentimos este domingo, cuando nos reunimos en Moralzarzal para dejar que el tiempo se mida en pedaladas: Andrés, Ángel, Fer, Gonzalo, Jesús, Juan, Patrick, Pedro, Raúl y Alfonso.


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La ruta propuesta no era nueva, la habíamos hecho en 2016. Otros pedales, otras bicis, tal vez otras preocupaciones, pero la misma ilusión nos impulsaba, Aquí puedes revivir aquella jornada, cuando aún buscábamos completar lo incompleto.


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Iniciamos la marcha dudando si ponernos más o menos ropa de abrigo. El cielo nos vigilaba con grandes y preciosas nubes algodonosas, pero la lluvia se mantuvo ausente.


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Pronto las piernas entraron en calor con el ascenso por el Cordel de la Ladera de la Dehesa, rumbo al Mirador de la Solana o de Moralzarzal. Un viejo conocido, que tantas veces se ha dejado visitar con mayor o menor agrado, y que hoy nos abría, de nuevo, sus vistas a la Sierra.


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Descendimos con facilidad por sendero conocido, revirado y algo técnico, hasta el cruce con la Cañada Real Segoviana. A partir de aquí, pedaleamos largos tramos por vías pecuarias, mientras avanzábamos a buen ritmo junto a dehesas a las que la lluvia de la noche no bastó para reverdecer.


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Al recorrer estos caminos, sentimos que no solo avanza la bicicleta, sino también el tiempo tejido entre nosotros, sumando memoria a cada esfuerzo y añadiendo una capa más de vida a cada risa compartida.


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Nos enfrentamos a una calleja entre fincas, cuyo paso se complicaba entre escalones de piedra y la vegetación. Montados o a pie, ganamos metros. De repente, la montaña recordó quién manda: una rama astillada y desafiante me pegó un buen puntazo en la nalga derecha. El resultado: dolor, herida y, para mi pesar, un agujero en el culote.


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El percance sirvió de excusa inevitable para las bromas del grupo. Todos reímos. La herida era menor, pero el orificio en la tela era una amenaza seria. Afortunadamente, Gonzalo sacó un par de tiras de cinta americana. Solución de ingenio ciclista: una cruz gris sobre el negro del culote para sellar la brecha.


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Dejando atrás el remiendo, llegamos a la urbanización Vista Real. Allí nos esperaba aquel repecho corto, tantas veces un reto, tantas veces motivo de risas. Hoy, el terreno destrozado hacía imposible cualquier intento. El Embalse de la Maliciosa, vigilante desde lo alto, nos observó y me pareció escuchar un ¡hasta pronto!

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Cruzamos la Nacional 607 y nos adentramos en los pinares. El camino se transformó en un desafío de toboganes y repechos cortos, muy duros, que nos obligaron a un esfuerzo extra, —sin escaparse una sola queja—. La recompensa llegó puntual: un breve pero necesario respiro en el Collado de las Cabezas (1201 m)


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El Embalse de Navacerrada nos recibió con una imagen triste: poca agua, lo que dejaba ver con amplitud sus playas de arena. Aun así, parecía esforzarse en sonreírnos. Bordeamos su perfil acercándonos a la pantalla de la presa, ese lugar donde el hormigón y el cielo se encuentran.


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Nos alejamos del embalse para rodar por el Paseo de la Dehesa del Valle. Un largo recorrido hasta el Collado de Roblepoyo (1135 m), cruce de caminos. Aquí se detuvo la prisa por un instante.


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Cada ruta tiene un motivo que va más allá de los kilómetros. Y, justo en este punto, había llegado el momento de descubrir el de hoy.

Dar la vuelta completa al Cerro del Castillo.


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Un reto físico de geometría perfecta. Como los grandes objetivos de la vida, se siente pleno al alcanzarlo, y requiere el ánimo de todos para lograrlo.


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En lo más alto (1255 m), en ese punto que el monte consiente para las bicicletas, nos miramos, sonreímos, recuperamos el aliento y nos felicitamos. Frente a nosotros, espléndidas vistas. Seguíamos siendo los mismos y, a la vez, algo había cambiado.


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Cada uno lleva su propia máquina del tiempo, decíamos el jueves. Al pedalear juntos la hemos puesto a funcionar, intentando retener su huella.



Tras lo conseguido, lo que restaba de ruta se antojaba como puro trámite. Y, sin embargo, aún tendríamos que descender hasta Collado Mediano y volver a poner a prueba nuestra habilidad zigzagueando por la senda del Camino de la Pasada, entre antiguas canteras. Unos buscando el mejor trazado y otros surfeando sobre las piedras: Técnicos VS Audaces.


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Al tocar los límites de Alpedrete hicimos una nueva parada. Un momento para reagruparnos, respirar hondo y permitir que la adrenalina volviera a su ritmo natural.


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Solo quedaban poco más de siete kilómetros para llegar a término, por el Camino de Alpedrete. Estaba inusualmente libre de grandes charcos o de barro, lo que auguraba un regreso rápido... ¡pero no tan rápido! Todavía quedaba el peaje: "trepar" por una zona inevitable de grandes piedras.


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¡Todos pie en tierra! En ese momento, las fuerzas no alcanzaban para muchas risas; se reservaban solo para empujar la bicicleta. La última lección de la ruta: la vida en bici exige esfuerzo hasta el final.


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Nos habíamos ganado las cervecitas y unos minutos de animosa charla. Nadie parecía tener prisa por marcharse. O, al menos, nadie lo confesaba en voz alta. Solo el rumor lejano del Clásico parecía recordarnos que, más allá de los senderos, el mundo seguía girando con sus urgencias.


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Hay días como este en los que todo parece detenerse. La bici avanza, es cierto, pero el alma se queda un instante en ingravidez, contemplando la fortuna de estar juntos, de seguir pedaleando un domingo más y comprender que esa es, en realidad, nuestra verdadera meta.


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Habíamos ganado: no una carrera, sino otro pedazo más de vida compartida.

Gracias, Gonzalo, por la invitación. Si me he extendido más de la cuenta, es porque la ruta y la compañía merecían cada palabra.



jueves, 23 de octubre de 2025

Nuestra Máquina del Tiempo

  

Entre recuerdos y sueños, cada ruta nos enseña que el tiempo también se mide en pasos, en pedaladas y en sonrisas compartidas


Dicen que el tiempo no se detiene, que solo corre hacia adelante. Pero he aprendido que todos llevamos una máquina del tiempo dentro.


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Basta una conversación junto al camino para activarla y regresar a aquellas rutas pasadas: los amigos que reían a nuestro lado, los paisajes que nos sorprendieron, ese cansancio compartido que, al final, siempre tuvo sabor a triunfo.


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Y al trazar una nueva senda en el mapa, ya estamos viajando al futuro. En la ilusión de esa próxima ruta, ya escuchamos las voces, sentimos la tierra bajo nuestras ruedas, saboreamos el deseo de reencontrarnos.


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Así avanzamos, siempre entre memoria y esperanza. En cada pedalada —y en cada paso— vivimos el presente, con el pasado que nos sostiene y el futuro que ya nos sonríe entre espléndidos paisajes.

Seguimos pedaleando juntos, hacia donde el tiempo y la amistad nos lleven.

 

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Domingo, 26 de Octubre de 2025


Y hablando de tiempo… 

Esta semana, amigos, el calendario nos regala un pequeño capricho.

Nuestra máquina interior, esa que nos permite viajar a través de los recuerdos y los sueños, nos obsequia este domingo con una hora extra para soñar, para disfrutar del camino o, simplemente, para dormir un poco más antes de que el sol nos despierte con la mirada puesta en la Sierra.


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El domingo tendremos un día de 25 horas. Aprovechémoslo para alimentar nuestra máquina del tiempo con una hora más de amistad, aventura y de vida sobre la bicicleta.

El otoño quiere hacerse notar con lluvias probables. Pero en la bicicleta, la lluvia no es obstáculo, sino un encuentro: nos enseña humildad y nos recuerda que la montaña tiene su propia voz.


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Por favor, no olvidéis vuestros chubasqueros; son el abrazo seguro contra el agua. 


Hora de encuentro: 8,45 


Lugar de encuentro: Calle Valleja, semiesquina Calle España, junto al Asador Casa Mariano - Moralzarzal.



domingo, 19 de octubre de 2025

El Desafío del Recuerdo y la Tierra Sedienta

 

Volvimos al mismo lugar, pero no éramos los mismos


La montaña, que todo lo guarda, lo presentía


 

El Encuentro: La Promesa de la Memoria

Tenemos el track del recorrido y, en la memoria, el detalle de cuanto ocurrió hace un año. Sabemos lo que nos espera. 
Y, aun así, elegimos volver: Andrés, Ángel, Enrique, Fer, Gonzalo, Juan, Luis Ángel, Rafa, Raúl y Alfonso.


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El punto de encuentro ya es nuestro: donde el abrazo se da con una sonrisa y el silencio se llena de expectativas y de ganas de pedalear.


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Hoy no repetíamos un recorrido; lo releíamos como quien regresa a un libro sabiendo que, entre líneas, hallará algo nuevo.


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La vez anterior, la montaña nos puso a prueba con el barro, las averías mecánicas… y las prisas.

Esta vez, el pulso del terreno era otro, más seco, más sincero y dispuesto a dejarnos avanzar, pero no sin esfuerzo… aunque Enrique, fiel a su estilo, volvió a contagiarnos sus prisas.


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Entre Cañadas y Cordeles

Los primeros kilómetros se dejan atrás con facilidad: Cañada de Merinas, Real Segoviana y Cordel de los Labajos. Las bicis parecen avanzar con vida propia. ¿Somos nosotros o es que las bicicletas también guardan memoria?


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Como viejos amigos que se reencuentran sin palabras, el terreno y nosotros nos reconocíamos.

Sin apenas darnos cuenta, empezamos a ganar desnivel por el Cordel de la Serranilla, que se hace más evidente al bordear Los Molinos. Avanzamos entre dehesas que han perdido todo su color, que se quejan lastimosas por la falta de agua.


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P
recisamos de una trampa con la IA para consolarnos con la vista de un campo con hierba y flores silvestres.


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Pronto aparece ante nosotros la abandonada Presa de los Irrios. Cada vez que la visitamos, su estampa nos recuerda que aquí, en la Sierra, cada rincón tiene una historia de agua o de sed que contar. 


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Avanzamos por sendas que las zarzas y los piornos abren y cierran a su antojo. La bicicleta no impone, sino que conversa con la naturaleza, se adapta a sus pausas, respeta sus ritmos. Y en ese diálogo silencioso, encuentra su camino.


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El Cordel de Valladolid nos ofrece un respiro y agua fresca. Ángel se inclina reverente sobre el caño como si ejercitara fondos. Un gesto que resume su energía, justo antes de afrontar con precaución el tramo por la Nacional VI. 


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El ascenso por la rampa de hormigón ya es épica, polética, polinpompética. Te lo puedes pensar, pero no hay escape posible, salvo que quieras regresar a casa desde este punto... y no parece ser la intención de ninguno de los presentes.

 

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La Jarosa y El Ascenso

La entrada a La Jarosa nos recibió con un paisaje que parecía haber cambiado de piel. Los caminos que el año pasado se agarraban a las ruedas hoy se ofrecían firmes y casi desafiantes. 

Donde antes se luchaba por el agarre, ahora era el suelo reseco el que se enfurecía a nuestro paso.


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El grupo se estira y se recoge como un acordeón de voluntades. Hay risas, hay silencios, hay miradas que se cruzan sin necesidad de palabras.

Hemos tomado altura, pero ahora descendemos por senderos rotos hasta tener a la vista las escasas aguas del embalse de La Jarosa.


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El Ascenso: El Collado del Picazuelo, la Guinda Final


Y llegó el punto clave. El Collado del Picazuelo (1273 m) no es solo un lugar en el mapa: es una promesa pendiente con la montaña y con nosotros mismos.


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El terreno empieza a hablar en voz baja. Ya no hay tanto polvo, pero sí más pendiente. No hay charla, solo respiraciones que se acompasan.


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Se anunciaba como la guinda que algunos no saborearon, y esta vez no hubo escapatoria. El tramo final fue de pura voluntad. Cada pedalada era una respuesta al reto, una conversación íntima entre el cuerpo y la meta.

Observar a los compañeros en ese ascenso es como contemplar una metáfora concentrada de la vida: esfuerzo, pausa, aliento compartido.


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Coronar el Picazuelo fue una victoria doble: sobre el desnivel… y sobre la memoria. Y en ese instante, todo lo vivido encontró su sentido.


La Pausa

En la cima, el aire era distinto, aunque se nos ocultaran las vistas. Más limpio, más merecido. A veces, lo que se ve no importa tanto como lo que se siente.


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Cruzamos miradas, recuperamos el resuello y compartimos la foto de recuerdo (el fotógrafo no aparece y tampoco alguno que sigue con prisas). La parada fue breve y la conversación se volvió tan ligera como la bicicleta en el descenso.


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El Regreso y la Verdad del Pedal

El descenso fue la recompensa: Cada curva, una caricia tras el esfuerzo. Seguimos vivos.


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Nos reagrupamos al borde de la carretera, ya sabiendo que el track dejará de guiarnos en el tramo final. La pega: durante unos tres kilómetros, el trayecto por la M-600 nos obligó a convertirnos en ciclistas de asfalto, con un tráfico constante y un ruido completamente ajeno a la ruta que estábamos viviendo.


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El desvío hacia el Camping Escorial fue un alivio, como si el camino nos tendiera la mano para devolvernos a su silencio.

Rodamos con ligereza por una pista que, en esta ocasión, no retenía una sola gota de agua. Cruzamos el río Guadarrama sin ser conscientes de ello, avanzando por el Camino del Paseo de Monesterio hasta detenernos junto a las ruinas de la Casa de Oficios de Felipe II. Las cigüeñas, ausentes, parecían haber emigrado en busca de humedales.


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Allí, entre piedras que aún susurran historia, nos tomamos un respiro breve y nos dejamos fotografiar, como quienes escuchan sin interrumpir.


Último Latido 

Regresamos al punto de inicio con las piernas cargadas y la cabeza despejada. Se confirma: aquí nunca salimos a pasear. Salimos para que la memoria se renueve y para que el sudor escriba el capítulo que quedaba pendiente.


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Últimamente, las rutas propuestas parecen haber encogido, como si el tiempo nos apretara los márgenes. Enrique, que al inicio anunciaba su prisa por regresar, termina siendo quien propone al llegar que nos tomemos una cerveza juntos.


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Y será Rafa quien nos invite, con la sonrisa de abuelo reciente, para celebrar con nosotros su nueva condición: la de quien pedalea con un nieto en el corazón.

La ruta se detiene, sí. Pero el recuerdo sigue pedaleando cuando el cuerpo descansa.


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