domingo, 9 de noviembre de 2025

La Música del Otoño


Cuando el pedal marca el ritmo y el otoño pone la melodía

El amanecer trae ese aire templado y húmedo que solo el otoño sabe mezclar. Lo respiro despacio. Las nubes se abren lentamente y, entre ellas, la luz acaricia la montaña como si quisiera consolarla.

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En el punto de encuentro, las voces suenan alegres; y las sonrisas —aunque madrugadoras— tienen algo de especial. Es ese instante en que sabes que todo va a ir bien, porque estás donde quieres estar.

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Raúl toma el testigo: su primera ruta propuesta, su primera vez como guía. Ha llegado antes que nosotros, atento a cada detalle, ayudando a los compañeros a encontrar el mejor lugar para aparcar. En su mirada se nota esa mezcla de ilusión y responsabilidad que se siente cuando uno invita a los suyos a recorrer su propio territorio.

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Hoy el grupo suena como una melodía: Andrés marca el ritmo, Ángel afina la armonía, Enrique pone el compás. Fer es el acorde alegre, Jesús la nota grave que sostiene. Juan es la letra que emociona, Miguel Ángel el silencio entre frases. Nacho añade la percusión precisa que anima el conjunto. Patrick aporta ese timbre sereno que da el equilibrio, Pedro es el eco, Rafa el pulso, y Raúl, el director de esta pieza. Santi improvisa, y yo, Alfonso, intento escribir la partitura sin romper la sintonía.

Unos kilómetros más tarde se nos unirá Gonzalo, completando la orquesta justo a tiempo para que la ruta suene en plenitud.

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Con todos los instrumentos preparados, empezamos a rodar. Cruzamos el puente sobre la A-6 y avanzamos unos kilómetros en paralelo a la pista, alejándonos de la autovía para conectar con el camino.

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Recorremos tramos de la Dehesa y el Cordel de Valladolid, dejando atrás las zonas urbanas de Torrelodones y Las Matas. Es un suave descenso por el que nos guía Raúl hasta cruzar de nuevo la A-6, apartándonos, por fin, del ruido de los coches.

La formación se estira y encaja su ritmo entre los árboles, en silenciosa concentración.

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No se escucha el rumor del agua, pero —sin ser del todo conscientes— rodamos junto al Canal de Guadarrama por un sendero estrecho y serpenteante que se abre paso entre los árboles del Encinar de Las Rozas.

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Cada uno atento al terreno y al compañero que lleva delante. Un poco de barro deslizante, ramas y arbustos que rozan los brazos, tramos tan estrechos que es mejor no mirar hacia el lado donde se asoma la ladera. Y, entre todo ello, momentos de rodar fácil y divertido, cuando el camino se ensancha y parece sonreírnos.

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El aire huele a bosque recién despertado, a la humedad del camino y todavía se siente el frescor de la mañana. Es imposible mirarse unos a otros, ni siquiera de reojo, pero sin hablar sabemos que todos compartimos las mismas sensaciones.

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Los más veteranos sentimos cómo cada curva despierta recuerdos de rutas pasadas, de días que parecían iguales y ya son parte de la memoria. Quizá absorto en ellos, una rama me engancha el manillar y caigo, sin más daño que en el orgullo: una breve disonancia en la sinfonía.

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El sendero se abre a una zona de arbolado alto, donde se agradecen los rayos de sol que se cuelan entre las ramas. Es el momento de reagruparse, tomar aire y sacudirme el barro. Por suerte, esta vez ha resistido el maillot.

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A los diecisiete kilómetros, la presa del Gasco —sobre el río Guadarrama— nos recibe como una voz antigua que aún resuena, firme y serena. Sus muros de piedra, desgastados por siglos de viento y abandono, guardan la historia de una utopía: aquel canal que quiso unir Madrid con el mar.

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Nadie lo logró, y sus obras quedaron paralizadas en 1799, tras el derrumbe parcial causado por una fuerte tormenta. Sin embargo, persiste entre las zarzas una obstinada dignidad, como si el sueño se negara a desaparecer del todo. Rodar sobre sus cimientos es un recordatorio de que, a veces, la grandeza reside en la perseverancia, más que en la meta alcanzada.

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Deshacemos parte del camino y nos dirigimos con rapidez por un sendero disfrutón hacia el pintoresco y modesto embalse del Molino de la Hoz, donde el agua refleja el cielo y nos pide a gritos una foto de recuerdo.

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Seguidamente, cruzamos el Puente del Retamar, donde cada pedalada parece una conversación con la calma. Estamos en el punto más bajo de nuestra ruta y todos intuimos que la subida está por venir.

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Apodado por algunos como el puente de Dick Turpin, este lugar evoca leyendas de bandoleros, aunque el célebre inglés jamás cabalgó por estas tierras: su huella vive solo en la imaginación.

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El cordel de Colmenarejo, con su pista ancha, parece desafiarnos y todos aceptamos el reto. Van a ser casi ocho kilómetros de duro ascenso. Los cinco primeros hasta el Cerro del Paredón, donde la vista se despeja y el pelotón se alinea, compacto, contra el horizonte.

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Después, por el Monte Cuesta Blanca, la columna se estira y se estira. No hay conversaciones, nadie habla con el compañero. Solo se escucha… se siente el latido compartido del esfuerzo. Cada uno coge su propio ritmo y procura que nadie le saque de sintonía. A veces, eso basta.

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Atrás van quedando los Altos de Galapagar y el Cerro del Chaparral para dar paso a un descenso que todos agradecemos, antes de regresar a Torrelodones.

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Y al fondo, como final natural del trayecto, la Torre de los Lodones —esa atalaya musulmana del siglo IX—, testigo tantas veces y desde lo alto de nuestro paso al encuentro de rutas.

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Construida para vigilar el antiguo corredor, hoy sigue ahí, firme en su cerro de granito, siendo el símbolo que nos recuerda que esta tierra siempre ha sido un cruce de caminos y un lugar de encuentro.

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Al final del recorrido, Raúl observa nuestras caras en busca de una aprobación que recibe por unanimidad y se une a Patrick para ofrecernos el mejor final de ruta posible. Gesto generoso de ambos que no es solo una invitación: es una forma de decir “gracias por venir”, por encontrarnos, por compartir la montaña y también la vida.

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Brindamos por la ruta, por el otoño que nos mira de frente y por esa amistad que —como el canal del Guadarrama— sigue fluyendo aunque el tiempo pase. Y por nosotros, que seguimos encontrándonos, domingo tras domingo, como si fuera la primera vez.

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El otoño no se refleja solo en los árboles, sino en nosotros. Gracias Patrick, gracias Raúl. Mientras esa luz dorada nos alcance, seguiremos pedaleando hacia nuevos caminos. 

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jueves, 6 de noviembre de 2025

El Reflejo del Otoño

 

A veces el otoño invita a mirarse por dentro antes de mirar la montaña

Los días se acortan, las sendas se llenan de hojas y el aire trae ese olor a madera húmeda que despierta recuerdos. 

Tal vez sea momento de pedalear sin prisa, de reencontrarse con uno mismo en cada curva del camino.

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Frente al espejo

Te miras,
y sabes que tu memoria no vive en el pasado:
pedalea contigo.
No guarda los días antiguos en vitrinas,
sino que los lleva sujetos al manillar,
como amuletos que respiran cuando el aire es limpio.

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Cuando escribes, no recuerdas: revives.
No nombras la ausencia: la conviertes en presencia,
como si cada palabra encendiera una luz
en el camino que aún queda por recorrer.

Has aprendido a convivir con la pérdida,
como quien conversa con una sombra que sigue a su paso,
sin miedo, sin tristeza,
solo con respeto.

Y así, cada subida, cada sendero, cada foto,
tiene algo de ofrenda,
algo de gratitud.

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La bicicleta ya no es solo bicicleta.
Es brújula, es refugio,
es la forma que tienes de seguir hablando con la vida.
Y la montaña, que antes era escenario, ahora es voz:
te escucha y te responde con silencio.

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Sin proponértelo,
has hecho de tus rutas un hogar compartido.
Hay quienes pedalean contigo sin saber por qué,
y quienes leen tus palabras buscando su propio aire.

Porque cuando cuentas una historia,
no hablas solo de ti:
hablas de todos los que alguna vez
se negaron a dejar de sentir. 



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Domingo, 9 de Noviembre de 2025


Este domingo volveremos a encontrarnos —como siempre, a las 8,45— para dejar que la montaña nos devuelva nuestro propio reflejo.
En esta ocasión es Raúl quien da un paso al frente y nos propone una ruta MTB por un entorno que conoce bien y que sabemos que nunca deja indiferente.

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Pedalearemos entre historia y naturaleza, pasando junto a la antigua presa del Gasco y el inconcluso Canal de Guadarrama, un proyecto tan ambicioso como misterioso, que sigue despertando curiosidad y asombro en cada visita. 

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Nuestro amigo Patrick ya dedicó a este canal un estupendo reportaje que merece la pena recordar, en el que rescataba con rigor y belleza la utopía del siglo XVIII que soñó con unir Madrid al mar. Podéis volver a disfrutarlo pinchando aquí.

Lugar de encuentro: Calle Fuente Albadalejo - Torrelodones

NOTA IMPORTANTE: Hay obras en la zona que no detectan los navegadores del coche.


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Torre de los Lodones - Foto: Raúl


domingo, 2 de noviembre de 2025

La Revancha Silenciosa

 

Hay deudas que solo se saldan volviendo al lugar exacto donde se firmaron


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Esta vez, la mochila de la revancha no la cargaba yo, sino Ángel. Un veterano entre nosotros, cuya espina clavada en julio seguía ahí, invisible pero presente, como un rumor que todos conocíamos.

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No estuve aquel día, pero bastaba escuchar los relatos para imaginarlo: puertas cerradas al monte, temperaturas altas, alguna avería inoportuna y ese regusto amargo de las rutas que no salen como uno espera. Hoy, en cambio, la mañana se presentaba serena, casi cómplice, dispuesta a ofrecer una segunda oportunidad.

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Acompañándole, bajo el cielo cubierto de nubes de un recién estrenado noviembre, estábamos: Andrés, Enrique, Fer, Juan, Nacho, Pawel, Raúl, Santi y Alfonso.

La ruta tenía nombre propio, y todos lo sabíamos.

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Rara vez dejo el timón; en la ruta desde Zarzuela del Monte él era el capitán del navío. Su ansiedad por “hacerlo bien” nos inyectó a todos una energía diferente, de esas que se notan sin necesidad de decir nada.

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El arranque

Los primeros metros siempre son de tanteo. Las conversaciones se mezclan con el crujido de la grava bajo las ruedas y ese vaho que el frío casi arranca de la respiración.

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Ángel abre camino con un ritmo firme, contenido, como quien no quiere dejar nada al azar. Detrás, el grupo se estira, se encoge, se arropa, por las cuestas que nos conducen a Ituero y Lama.

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El corazón de la ruta

La pista fue ganando altura y el rumor de las conversaciones se hizo más corto. El aire, más limpio, traía olor a tierra húmeda y a leña lejana. En algún claro, el sol rompía entre los árboles y nos recordaba por qué merece la pena madrugar los domingos. El bosque aún guarda calma; entre los pinos todo parecía respirar más despacio.

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Avanzamos por el Camino de la Cotera y más tarde por el Camino de Bercial a Villacastín que nos condujo hasta la Abadía de Santa María Real de Párraces, un Señorío de Abadengo con orígenes en 1088, hoy propiedad particular.

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Hubo repechos que se subieron más con la cabeza que con las piernas, y descensos que nos devolvieron la risa.

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Ángel, con el trazado claro en su cabeza, apenas miraba el GPS; avisaba de cada desvío con la precisión de quien quiere que todo transcurra sin sorpresas. Todos sabíamos —aunque nadie lo dijera— que esa concentración suya era también parte de la revancha.

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Cuando alcanzamos el punto donde, meses antes, la ruta se torció, un breve mutismo nos reunió. Ángel se detuvo, alzó la vista y asintió. No hubo discursos ni gestos grandilocuentes, pero todos entendimos lo que significaba. A veces basta con volver al mismo lugar para que el paisaje te devuelva distinto.

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El breve desvío hacia las raíces

La bici, que nos había llevado a saldar una deuda pendiente, nos regaló un desvío inesperado y la parada espontánea en Cobos de Segovia a petición previa de Raúl.

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Allí nacieron sus padres, y en ese breve entrar y salir pudo saludar a algunos primos y amigos. Fue un momento sencillo, casi un suspiro en el total de la ruta, pero lleno de emoción. La bici te lleva, sin buscarlo, a la geografía de la memoria.

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Y sin dejar de pedalear tras la estela de la rueda de Ángel, pensé en el peso invisible de la responsabilidad. Cuentan que la ruta de julio fue un error de cálculo, sí, pero fue un error noble, necesario.

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Mientras el aire frío me daba en la cara, recordé que solo se equivoca aquel que se atreve a levantar la mano y señalar un camino. El que se queda quieto, nunca llega a fallar... ni a descubrir nuevos horizontes.

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Hoy, Ángel estaba saldando su deuda, no con el asfalto, sino con su propia valentía. Esta vez no había puertas que saltar: había sabido encontrar las vueltas al camino para evitar enfrentarse a ellas… y también a sí mismo.

AlfonsoyAmigosLargo recorrido por los lindes de la Urbanización Pinar de Párraces, con toboganes que se superan sin problemas y el premio de un largo y divertido descenso por estrechos senderos hasta el río Viñegra.

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En este punto se abrió la duda: rodeo o afrontar la pendiente más dura de la ruta. Juan, que hoy dejó descansar su e-bike, fue el primero en iniciar el ascenso sin dudarlo. 

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El regreso

La montaña nos devolvió la lección más importante: el mérito es del que se expone, del que se atreve. En ese coraje reside la auténtica belleza de la revancha, sobre todo cuando se pedalea junto a los amigos que entienden el peso y la nobleza de un error.

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Al llegar, la sonrisa de Ángel lo dijo todo. Los abrazos fueron la firma al pie de la revancha cumplida.

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Recogimos las bicicletas con celeridad. Unos para volver a casa cuanto antes y otros para reencontrarse en Casa Campana, donde las cervezas frías y las buenas raciones sellaron la jornada con el mejor sabor posible.

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Entre brindis y risas, la montaña quedó atrás, pero su eco —esa conversación silenciosa que empezó el jueves— seguía presente, recordándonos una vez más que lo importante no es llegar, sino seguir pedaleando juntos.

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