domingo, 12 de octubre de 2025

La Carabela y el Sendero que Florece

 

El viaje siempre es una elección. Una elección de destino, de compañía y, sobre todo, de intención


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Tras la reflexión del pasado jueves, la ruta anunciada —nuestra "Expedición al Horizonte Interior"— prometía ser un retorno a lo esencial. Y así fue.


El primer gesto de libertad llegó incluso antes de que las ruedas comenzaran a girar. Algunos compañeros, con sus bicicletas recién llegadas de Asturias, optaron por una alternativa más sencilla y cercana. 

La logística del traslado hasta la ruta prevista se sentía como una atadura innecesaria. Eligieron rodar por inspiración, no por compromiso.


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Donde en otras ocasiones la cabecera del grupo se puebla de bicis y la voz se diluye entre risas y saludos, esta mañana la sorpresa fue nuestra primera bienvenida. 

El grupo era reducido, sí, pero mucho más nutrido de lo esperado: éramos siete almas decididas a embarcar en la carabela, con enormes ganas de disfrutar y compartir.

Preparados para la travesía estábamos: Enrique, Gonzalo, Miguel Ángel, Patrick, Pedro, Raúl y Alfonso.


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La cifra se sintió como un privilegio: la energía justa para un camino compartido, donde las risas y las palabras encuentran mejor su espacio sin perderse en la multitud. 

La ruta se expresó con su propia verdad: la de un viaje sereno, sostenido por la complicidad más auténtica.


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El Sendero: Memoria y Renacimiento


Rodar por senderos ya conocidos es como releer un libro: el camino es el mismo, pero el lector ha cambiado. Esta ruta, que recorrimos en febrero de 2024, teñida entonces de barro y de duelo, hoy se presentó con otra luz. 

El aire otoñal, más amable que el invierno, y la tierra firme, sin las trampas de la lluvia, nos ofrecieron un avance fluido. 

El tiempo, ese herrero invisible, había moldeado tanto la tierra como mi alma.


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El cauce del Manzanares y el Puente del Batán nos devolvieron ecos de otras rutas: anécdotas alegres entrelazadas con recuerdos de días más grises, cuando la pandemia aún dejaba su sombra. 

Pero esta vez, el eco sonó distinto: era música limpia, no repetición. La memoria, lejos de pesar, se volvió fértil.


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Sorprendía y se agradecía recorrer las callejas entre fincas sin gota de agua, sendas que se dejaban visitar sin oponer resistencia.

Recorrimos el Cordel Prado Tejera y el Cordel del Juncar, pasando a pocos metros del Embalse de Santillana, que se nos ocultaba a la vista como secreto guardado entre los árboles. 

El Cordel de la Carretera de Miraflores nos condujo a un tramo largo y muy rápido, junto a vías del tren, que parecen estar inmersas en una rehabilitación que incluso contempla alguna estación nueva.


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Después, el ascenso por la Vereda del Humilladero, donde fuimos testigos de una escena dura: varios cazadores tenían a sus pies dos enormes ejemplares de jabalíes abatidos. La montaña también guarda silencios que duelen.

Entramos en tierras de Guadalix de la Sierra y el ánimo no decae, al contrario, avanzamos rápidos uno tras otro por esos estrechos senderos que nos recibían con agrado y nosotros disfrutábamos. 

Era como si la tierra nos reconociera y nos invitara a seguir.


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Llega la primera parte del ascenso que todos esperamos. Una pista ancha cuya única dificultad era el desnivel. Fueron algo más de tres kilómetros de agarrarse al manillar y dar pedales sin hacer alardes.


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El Reto que nos Observa


Ahora sí, ahí se muestra el desvío. Abandonamos el Camino de Guadalix y ¡para arriba! El Cerro de San Pedro nos observaba, no sabemos si retándonos o dudando de nuestra fortaleza y voluntad.

Cada pedalada era afirmación: ¡Aquí estamos!


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El ascenso nos puso a prueba, como siempre. La pista que se transforma en sendero exigente, obligaba a rodillas firmes y corazón abierto. Pero no escuché ni una sola queja, solamente palabras de ánimo en los tramos más complicados y alegría al superarlos. Algunos silencios decían más que cualquier palabra.

Me sorprendía ver cómo, para algunos compañeros, los tramos más duros se volvían casi amables... como si la montaña se dejara acariciar.


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La foto de grupo en el punto más alto no puede faltar, testimonio de que lo hemos logrado una vez más. Hoy, pocas fotos; las paradas escasean y el trazado exige atención plena, sin margen para distracciones.

La cima no era solo un punto geográfico, era el reflejo de nuestra voluntad.

 

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Florecer sin Hojas: La Verdad del Pedal

 

El descenso por la Cañada del Recuenco, con sus exigencias técnicas, nos recordó que la bicicleta es un ejercicio de presente. La cabeza no puede perderse ni en el recuerdo ni en la preocupación; solo debe fundirse con el tacto del manillar, el equilibrio, la confianza y el ánimo del compañero.


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No hay más remedio, algunos toboganes de rampas duras que hacen ya arder las piernas en el Cordel del Hoyo de Manzanares. ¡Ánimo!, que tenemos por delante la Colada de los Gallegos.


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Sin pérdida, cada uno se alía con el compañero que te abre camino o sigue tu estela. Quien marcha delante busca el mejor trazado y los metros se conquistan con esfuerzo y la satisfacción de cada tramo vencido. 

Aquí, la edad no es una excusa para desistir, sino motivo para saborear cada paso con más entusiasmo.

Un “flow” ilusionante y contagioso que se apoderaba de nosotros.


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Cada cual encuentra su ritmo, su trazado, su forma de volar sobre la tierra. Y yo, que solo quería compartir caminos, me descubro pensando: “Estoy asustado… he creado monstruos”. Monstruos de alegría, de fuerza, de amistad. 


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Hemos recorrido 47 kilómetros, duros, en poco más de 4 horas.

Esa es la verdad que nos regala el pedal: la ceniza —la pérdida, la dificultad— es el único abono que permite que lo esencial brote. Como la quitameriendas, que florece sin hojas, el gozo de hoy no es el mismo que el de aquel febrero. Es un disfrute más libre, más selectivo, nacido de la aceptación.


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Cerramos la Expedición al Horizonte Interior, con el cuerpo cansado y el alma vibrante. La amistad, como la quitameriendas, florece mejor cuando no teme a la sombra.

 

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La Música del Regreso


Regreso a casa con la música muy alta, satisfecho y con una sonrisa que no se apaga. Porque hay días que no terminan… solo se transforman en melodía.


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jueves, 9 de octubre de 2025

Donde Florece el Lila

 

La Quitameriendas sobre las Cenizas del Verano

 

En estos días de otoño, mientras la sierra empieza a mudar su piel, pedaleamos por senderos que guardan el eco del verano. El aire huele a tierra removida, a silencio reciente, como si la sierra respirara más despacio. Aunque por suerte no hemos tenido que recorrer zonas que el fuego convirtió en cenizas, algunos tramos parecen susurrar lo que ocurrió más allá.

 

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La montaña empieza a recogerse en sí misma, quedándose baldía. Y entonces, entre las piedras y el polvo, aparece una flor que conozco bien. Lquitameriendas, tímida y rotunda, se asoma sin pedir permiso. Se posa sobre la tierra herida, como si quisiera recordarnos que incluso en el agotamiento, la vida sabe renacer.

 

Fue nuestro amigo Juan el primero en reparar en su presencia este año, durante el último ascenso a La Mujer Muerta. Nos detuvimos un instante, y allí estaba: discreta pero vibrante, como si quisiera decirnos algo.

 

A veces, es en los ojos del compañero donde uno redescubre lo que la montaña quiere mostrar.


Donde Florece el Lila 

Ya hablaba de ella este blog hace quince años, cuando para nosotros era solo la flor que anunciaba el adiós a las tardes largas. Hoy, sobre los restos del verano incendiado —que algunos amigos describen con tristeza— su aparición es un milagro biológico y una lección filosófica que nos da la montaña.

 

El Colchicum montanum elige el camino difícil. Emerge de la ceniza, sin hojas que la protejan. Es en el final donde encuentra su fuerza para empezar.


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La Merienda Perdida


Su nombre popular es tan evocador como implacable. Nos avisa que los días se han encogido. Ya no hay tiempo para las sobremesas al sol, ni para la pausa luminosa del verano. Toca recogerse, mirar hacia dentro. Es la ley de la luz, el inexorable tic-tac del ciclo.

 

En la vida también llegan las quitameriendas. Momentos en que el fuego barre nuestro horizonte y lo que queda son cenizas. El mundo nos arrebata certezas, rutinas, presencias que creíamos serían eternas.


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Pero si la montaña enseña algo, es que la ceniza no es el final, sino el fertilizante.

 

Florecer sin Hojas


Tras un tiempo de tierra quemada, pedalear y escribir se convirtieron en mi propia quitameriendas. La bicicleta, siempre mi refugio, se ha posado sobre mis propias cenizas.

 

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Ya no necesito la “hoja verde” del pasado, ni la "constancia de antaño", para florecer. Me basta con la inspiración. Hoy mi escritura es más libre, más honda, más sincera, porque ha encontrado el nutriente en la quietud y en el recuerdo. Y quizás por eso, es ahora cuando mejor florece.


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Cada salida en MTB por Guadarrama es menos deporte y más peregrinación al lugar donde la vida vuelve a brotar. La quitameriendas nos recuerda: hay que aceptar la retirada de la luz, porque es justo en ese espacio donde puede nacer el lila, inesperado y hermoso. Como una flor que no teme la sombra.




Domingo, 12 de Octubre de 2025



La Expedición al Horizonte Interior


Este domingo, Día de la Hispanidad, conmemora el inicio de la gran expedición de 1492. Como aquellos navegantes que se lanzaron a un mar incierto en busca de un nuevo mundo, en alfonsoyamigos proponemos una ruta para explorar nuestros propios horizontes, en la certeza que ofrece la montaña.


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La bicicleta será nuestra carabela. No conquistamos, redescubrimos. Buscamos la libertad que solo el sendero otorga, esa sensación de estar pisando terreno nuevo con cada giro del pedal.

Es una ruta para reencontrarnos con lo esencial. No buscamos hazañas, sino momentos de verdad. Cada pedalada será una oportunidad para descubrir que, incluso en lo conocido, hay horizontes nuevos esperando ser mirados con otros ojos.


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Traed la bici a punto y el alma dispuesta. El domingo nos espera como un mapa en blanco. 


Hora de encuentro: 8,45



Lugar de encuentro: Aparcamiento junto a Carretera de Colmenar Viejo - Puente del Batán


domingo, 5 de octubre de 2025

Donde el Sendero Se Ríe de Ti

 

600 Metros de Fe y poca Cordura

 

La aventura no estaba solo en el ánimo; estaba en la capacidad de reírnos de la propia dificultad


 

El sendero tiene memoria. Al volver a pisar un recorrido que ya nos conmovió, no repetimos solo un trayecto; releemos un capítulo con ojos nuevos.


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Lo que parecía un reencuentro íntimo se convirtió en un coro de once ciclistas—Javier, José María, Juan, Marino, Patrick, Pawel, Pedro, Rafa, Raúl, Samuel y Alfonso—resonando entre las peñas hacia el Puerto de Malagón. La bicicleta no solo nos lleva: nos ancla a los recuerdos y los multiplica. Y el camino nos recordó que nunca se es el mismo al cruzar la misma línea de salida.


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Aunque el punto de partida era el mismo, me propuse guiar al grupo hacia una aventura inédita. Sabía que, pese a la dureza prevista, este grupo disfrutaría el día. La aventura ya vivía en el ánimo de todos.


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El ascenso y la lección del esfuerzo

 

La ruta arrancó suave, con la lección aprendida: no convenía abrigarse más de lo necesario. Había que ganar altura, y el grupo se fue estirando como goma elástica que siempre vuelve a encogerse.


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Observé la cadencia de Rafa y Raúl; a Juan conteniéndose; a Javier alegre por compartir ruta; a Samuel y José María intensos, y a Patrick luchando por encontrar su ritmo. En sus esfuerzos, la montaña parecía hablar a través de ellos, y mi pedaleo se sentía, extrañamente, más ligero.


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Entre paradas para reagrupar, tomar fotos y beber en la fuente de la Concha, alcanzamos el Puerto de Malagón. Parecía que ya lo habíamos logrado todo, pero aún quedaba mucho por recorrer.


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El ascenso al Pico de Abantos (1753 m) no sorprendió por su dureza, pero sí por la novedad. Aunque la pista había sido arreglada en parte, la montaña nunca regala nada: nos enfrentamos a tramos rotos y una marea de piedras antes de coronar.


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Lo hicimos con satisfacción, sabiendo que lo más duro quedaba atrás. Sonrisas, muchas fotos y esas miradas perdidas que quieren retener el paisaje en la retina y en la memoria.


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El umbral del desafío

 

Tras el respiro, iniciamos el descenso hacia las puertas de acceso a los pozos de nieve. Las ruedas flotaban sobre las piedras, buscando el sendero más amable. Las puertas seguían sin candado, pero esta vez no aceptamos la invitación. El plato fuerte del día aún estaba por llegar.


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Recorrimos zonas de arbolado y prados que, en estas fechas, habían perdido su esplendor. En esa calma suave, nos acercamos al límite entre Ávila y Madrid, donde el cartel de madera de Abantos nos recibió como un umbral que precede al desafío.


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De nuevo en Malagón, las sonrisas no se borraban. Desde allí, el embalse del Tobar, sediento bajo el sol, hablaba del largo verano. Propuse acercarnos hasta la pantalla, y aunque Juan recordó que el camino estaba antes muy cerrado, le aseguré que lo habían arreglado.


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Nos lanzamos a toda velocidad, cruzando antiguos puentes de piedra sobre el arroyo del Tobar y el Regajo de San Juan, dejando tras nosotros una nube de polvo como bisontes en estampida. Apenas alguna foto robada: el embalse parecía decirnos “no me saques con estos pelos”.


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La marmotada

 

El regreso, en ascenso, hasta Malagón, fue un reto para algunos y una peregrinación para otros. Tomamos el camino del Pinar, pensando que lo más duro había pasado, pero la montaña tenía un último giro de guion.


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Mi intención era clara: alcanzar el Cerro del Barranco de la Cabeza (1678 m). Teníamos delante el desvío y 600 metros de ascenso. Los primeros metros fueron engañosos, asequibles, y varios compañeros emprendieron el ascenso sin dudar.


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Pero pronto el sendero se convirtió en una trampa de rocas sueltas y pendiente imposible. Incluso las bicicletas eléctricas parecían declararse en rebeldía. Aquí apareció la “marmotada”: el bautismo de fuego, cuando las bicis dejan de rodar y se convierten en carga. Once ciclistas empujando con hombro y riñón, celebrando cada metro con más fe que cordura.


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Mi cámara descansó. No estábamos locos; estábamos unidos por el absurdo del esfuerzo. Reunidos en el punto más alto, algunos sentados en el suelo, la risa tomó el relevo. El mapa nos falló, pero nos regaló la mejor anécdota.


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Pedro, que siempre escucha más que habla, comentó que el camino marcado no aparecía ni en los mapas. Pensando en el cansancio, propuse regresar por donde vinimos, pero mis compañeros alzaron la voz: querían seguir. “Por aquí parece que está el sendero”, gritó Javier desde adelante. Supe entonces que el verdadero destino no era el track, sino la voluntad del grupo.


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Descenso final y gratitud

 

El sendero de bajada se intuía más que se veía, sin vegetación agresiva, pero con un desnivel del 24%. Marino y Samuel descendían con destreza; Juan delante de mí, Pawel detrás. A los más atrevidos los perdí de vista. El resto hacíamos lo que podíamos.


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La senda estaba cubierta de ramas secas, centímetros de polvo fino y acículas de pino. Una mezcla infernal que impedía frenar sin deslizarse. Un kilómetro de tortura, con tensión en brazos y piernas, antes de regresar al camino conocido.


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La bicicleta es mi refugio, mi forma de narrar la vida. Este domingo me recordó la lección más importante: no importa cuánto se tuerza el mapa ni cuántas veces debamos echar pie a tierra; si el camino es duro, siempre es mejor reírse del esfuerzo en compañía. 


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Y en cada giro de rueda, en el paisaje que se desdibuja y se repite, siento que la memoria no se pierde. Solo se multiplica en las voces de los amigos que se niegan a rendirse.


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Gracias al monte por la lección. Gracias, amigos, por el empuje. Y gracias a Pawel, Javier y Samuel por las rondas de invitaciones.

Hasta el próximo domingo!!