Relato de: Aranzazu González
María, nacía en el seno de una familia acomodada un otoño de 1942 en la madrileña Plaza de La Cebada. Sus padres arrendaban cada verano una casona de piedra en San Rafael (enclave privilegiado de la sierra segoviana pasado el Alto del León) donde permanecían desde junio hasta octubre.
María, nacía en el seno de una familia acomodada un otoño de 1942 en la madrileña Plaza de La Cebada. Sus padres arrendaban cada verano una casona de piedra en San Rafael (enclave privilegiado de la sierra segoviana pasado el Alto del León) donde permanecían desde junio hasta octubre.
Su infancia y adolescencia fue de lo más llevadera comparada con
la de su amiga Teresa, en una España todavía castigada por una postguerra que golpeó
sin vacilar las economías domésticas de cuantos tuvieron que sobrevivir a
aquellos fríos y duros inviernos, aliviados en parte con la llegada de cierta
ayuda norteamericana, en forma de leche en polvo, mantequilla y queso que desde 1955 a 1963 repartieron
los colegios, las parroquias y hospitales de caridad.
En dos universos paralelos vivían María y Teresa, esta última
hija de los guardeses del hotelito donde cada año se alojaba la familia de
María.
Ambas muchachas tejieron una amistad desde niñas jugando en el
patio de la casa todos los veranos. Y en una atmósfera de precariedad para unos
y de cierta holgura para otros Teresa fue aceptando su identidad social y la educación
inculcada por sus padres, a merced de los ratos de libertad inconsciente que
María le proporcionaba con una generosidad, amistad y cariño que se fortalecería
con los años.
En aquel tiempo de correrías adolescentes la felicidad se
presentaba cuando de repente María se colaba a escondidas en la cocina del gran
caserón y sisaba media hogaza de pan y media libra de chocolate para repartir
con su amiga, botín que disfrutaban alejadas de aquella finca de El Cordel,
recuerdos imborrables para el resto de sus vidas.
Los años pasaban y las dos niñas fueron creciendo,
convirtiéndose en mujeres que estarían llamadas a protagonizar vidas muy
distintas, en una inercia marcada por las circunstancias y los condicionamientos
sociales y económicos.
El padre de Teresa trabajaba en el aserradero que había junto al
Preventorio, hasta que enfermó, algo que obligó a su madre a compaginar el
trabajo de la casa con el que los maestros del pueblo, Dña. Fuencisla y su
esposo Don Cirilo, habían querido ayudarla, limpiando las escuelas situadas en
Las Peinetas.
Arropada por pinos silvestres y masas de roble, tejos, acebos,
enebros que conformaban el paisaje de sus ojos, Teresa pasaba los días afanada
en acudir a la escuela al tiempo que debía ocuparse de los quehaceres impuestos
por una rutina ineludible, esperando ansiosa que llegase el mes de junio para
ver a su amiga María.
En febrero de 1958 el padre de Teresa fallecía tras una lucha
sin cuartel en ausencia de medicinas efectivas que pudieran parar aquella tuberculosis,
por lo que Teresa se vería obligada a trabajar durante todo el verano con el
fin de ayudar a su madre a atesorar lo suficiente para sobrevivir durante el severo
y acentuado periodo de nevadas.
Rozando el mes de junio hacía su desembarco la legión de
veraneantes, algunos de ellos con su respectivo personal de servicio para
instalarse en aquellas casonas, disfrutando de lo que vino a denominase el veraneo
de finales de los cincuenta.
La sierra comenzó a convertirse en un destino preferente. Eran
los tiempos de descansar lejos del sofocante calor de la capital, de hacer
excursiones, de montar en bici por Arroyo Mayor recorriendo los senderos a la
espalda de la Ermita del Carmen hasta Gudillos, siestas placenteras,
conversaciones tranquilas, viernes musicales en el Paseo Rivera y dejarse
abrazar por el viento fresco de la noche. Lugar donde, como diría Machado, brotaba el agua santa del peñasco y reposaba
el huésped dolorido del labio exangüe y el angosto pecho.
Ermita del Carmen - San Rafael |
María retornaba a San Rafael cada verano, impaciente por ver a
Teresa y a sus otras amigas, con ganas de estrenar el regalo con el que sus
padres le habían obsequiado aquel año por las buenas notas: una bicicleta verde
que la permitiría aventurarse por aquellos sitios que veladamente descubriría
sin consentimiento expreso de sus mayores.
Una vez que Teresa terminaba sus tareas como dependienta en
Ultramarinos Álvarez, entre las cuales estaban las entregas de pedidos a
domicilio que realizaba sirviéndose de un carro en el que transportaba las botellas
de leche, pan, miel, tortas y toda una serie de productos que encargaban
aquellos moradores de temporada alojados en los hotelitos de verano en pleno
apogeo estival, las dos muchachas se reunían con sus amigas y amigos del barrio
Buenos Aires.
En esas excursiones y andanzas con el resto de chicos y chicas los
días para María y Teresa pasaban sin apenas darse cuenta, divirtiéndose con
todo cuanto las rodeaba, recorriendo los prados de Vázquez donde pastaban las
vacas del Sr. Eutiquio, y subiendo y bajando la calle de La Tejera en la bici,
para después refrescarse en el arroyo de El Estepar, sitio no exento de
peligros ligados a la fauna ya desperezada que poblaba el lugar.
Así fueron sumando veranos Teresa y María a sus vidas,
compartiendo paseos a pie y en bici, soñando juntas e imaginando su futuro, recorriendo
aquellos parajes del pinar de los que hablaban en la correspondencia que
mantenían durante el invierno, haciendo acopio de las piñas caídas a modo de
distracción relajada que bien servirían para encender el hornillo donde se
cocinaba, y la estufa de leña durante el frío invierno.
Aránzazu González
Capítulo II - Mujeres en la Sierra Segoviana
Capítulo III - Mujeres en la Sierra Segoviana - Desenlace
Capítulo II - Mujeres en la Sierra Segoviana
Capítulo III - Mujeres en la Sierra Segoviana - Desenlace