Apeadero de San Rafael
Fotografía: Alfonso Fdez.
Ahí estaba ella, como
antaño lo estuviese, sentada en aquel Apeadero ahora decimonónico y decadente.
Sus manos temblaban mientras sus ojos, empequeñecidos por los muchos años que ya llevaba a cuestas, se llenaban de lágrimas a golpe de recuerdos.
Aquel retrato en sepia se
había convertido en su compañero de viaje. Era, para Clara, la puerta abierta
hacia los recuerdos, hacia ese ayer que liviano se columpiaba llenando su
párvula existencia de días inciertos, contados... por su ya longeva edad que se
inclinaba al pasado porque el presente le recordaba que el futuro ya no
existía, que podía truncarse en cualquier momento.
El frío aire de la sierra
se incrustaba en sus ya desgastados huesos pero eso era lo que menos le
asustaba. Ella, a quien temía, era a aquella dama de oscuro que con su guadaña
anunciaba el final de una vida tan intensa de emociones, experiencia,
recuerdos...
Un tren pasaba de largo
por aquel Apeadero de San Rafael que
antaño viviese sus mejores momentos de gloria, algarabía, alborozo... y sintió
cómo el corazón palpitaba con más fuerza mientras su mente de nuevo viajaba al
pasado, a aquellos años en que la estación estaba abierta y la cantina repleta
de pasajeros que se detenían a tomar aquella leche merengada que ella servía
con la mejor de sus sonrisas.
Cerró los ojos, asió aquel retrato contra su pecho y dejó que el ayer volviese de nuevo a su vida.
La soledad, el frío de un
noviembre que anunciaba inviernos crudos, intensos... tornóse en esos instantes
en primaveras y veranos en blanco y negro.
Ahí estaba ella, de
mocita, sonriendo, antojándosele la vida luenga y no efímera, como lo era
realmente ahora, en el ocaso de esa vida que sigilosa se columpiaba entre dos
mundos: el vivido y el que restaba para partir en ese viaje con billete de ida
pero sin vuelta...
El ruido del silbato del
tren se confundía con el de la chiquillería que aguardaba impaciente en ese
apeadero lleno de vida, ingente trasiego y... allí estaba ella en su lozanía,
con aquella falda a cuadros y la más bella de sus sonrisas. Sus ojos no tenían
arrugas, sus manos no temblaban, sus piernas lucían hermosas, esbeltas,
ligeras...
--- Clara -le decía su hoy
hipotecado e incierto- Un día fuiste joven pero el tiempo no pasa en balde para
nadie. Recuerda, somos aves de paso pero con un equipaje cargado de
reminiscencias que nos acompañarán hasta el postrero viaje.
No, se decía. Ahora no soy
Clara, sino Clarita, aquella joven inquieta, dicharachera, sonriente y con
demasiados sueños por cumplir...
El amor de juventud se
detuvo de nuevo. Ahí estaba Rafael, frente a ella, sonriendo mientras sus
palabras eran caricias para su alma y su mirada ese soplo de vida que se
escapaba.
--- Eres tú, lo sé. No
eres un sueño. Puedo sentir tu aroma, tus caricias, abrazos, besos...
Se sintió ligera,
aliviada, transportada a ese oasis de magia, de sueños... del que no quería
despertarse nunca para no sentir que el tiempo es humo, etéreo, quebradizo,
efímero, incierto...
Empezaba a nevar y
aquellos copos níveos, virginales... cubrían de blanco el asfalto y ahí, en ese
banco de piedra al albur del tiempo, Clara dormía plácidamente, para la
eternidad, pero con una sonrisa asomando en sus labios mientras aquel retrato
en sepia se aferraba a su pecho...