Hay deudas que solo se saldan volviendo al lugar exacto donde se firmaron
Esta vez, la mochila de la revancha no la
cargaba yo, sino Ángel. Un veterano entre nosotros,
cuya espina clavada en julio seguía ahí, invisible pero presente, como un rumor
que todos conocíamos.
No estuve aquel día, pero bastaba escuchar los relatos para imaginarlo: puertas cerradas al monte, temperaturas altas, alguna avería inoportuna y ese regusto amargo de las rutas que no salen como uno espera. Hoy, en cambio, la mañana se presentaba serena, casi cómplice, dispuesta a ofrecer una segunda oportunidad.
Acompañándole, bajo el cielo cubierto de nubes
de un recién estrenado noviembre, estábamos: Andrés,
Enrique, Fer, Juan, Nacho, Pawel, Raúl, Santi y Alfonso.
La ruta tenía nombre propio, y todos lo
sabíamos.
Rara vez dejo el timón; en la ruta desde Zarzuela del Monte él era el capitán del navío. Su ansiedad por “hacerlo bien” nos inyectó a todos una energía diferente, de esas que se notan sin necesidad de decir nada.
El arranque
Los primeros metros siempre son de tanteo. Las
conversaciones se mezclan con el crujido de la grava bajo las ruedas y ese vaho
que el frío casi arranca de la respiración.
Ángel abre camino con un ritmo firme,
contenido, como quien no quiere dejar nada al azar. Detrás,
el grupo se estira, se encoge, se arropa, por las cuestas que nos conducen a Ituero
y Lama.
El corazón de la ruta
La pista fue ganando altura y el rumor de las
conversaciones se hizo más corto. El
aire, más limpio, traía olor a tierra húmeda y a leña lejana. En
algún claro, el sol rompía entre los árboles y nos recordaba por qué merece la
pena madrugar los domingos. El bosque aún guarda calma;
entre los pinos todo parecía respirar más despacio.
Avanzamos por el Camino de la Cotera y más
tarde por el Camino de Bercial a Villacastín que nos condujo hasta la Abadía
de Santa María Real de Párraces, un Señorío de Abadengo con orígenes en 1088,
hoy propiedad particular.
Hubo repechos que se subieron más con la
cabeza que con las piernas, y descensos que nos devolvieron la risa.
Ángel, con el trazado claro en su cabeza,
apenas miraba el GPS; avisaba de cada desvío con la precisión de quien quiere
que todo transcurra sin sorpresas. Todos
sabíamos —aunque nadie lo dijera— que esa concentración suya era también parte
de la revancha.
Cuando alcanzamos el punto donde, meses antes,
la ruta se torció, un breve mutismo nos reunió. Ángel
se detuvo, alzó la vista y asintió. No
hubo discursos ni gestos grandilocuentes, pero todos entendimos lo que
significaba. A veces basta con volver al mismo lugar para que el
paisaje te devuelva distinto.
El breve desvío hacia las raíces
La bici, que nos había llevado a saldar una
deuda pendiente, nos regaló un desvío inesperado y la parada espontánea en Cobos
de Segovia a petición previa de Raúl.
Allí nacieron sus padres, y en ese breve entrar
y salir pudo saludar a algunos primos y amigos. Fue
un momento sencillo, casi un suspiro en el total de la ruta, pero lleno de emoción.
La bici
te lleva, sin buscarlo, a la geografía de la memoria.
Y sin dejar de pedalear tras la estela de la
rueda de Ángel, pensé en el peso invisible de la responsabilidad. Cuentan
que la ruta de julio fue un error de cálculo, sí, pero fue un error noble,
necesario.
Mientras el aire frío me daba en la cara, recordé
que solo se equivoca aquel que se atreve a levantar la mano y señalar un
camino. El que se queda quieto, nunca llega a
fallar... ni a descubrir nuevos horizontes.
Hoy, Ángel estaba saldando su deuda, no con el
asfalto, sino con su propia valentía. Esta vez
no había puertas que saltar: había sabido encontrar las vueltas al camino para
evitar enfrentarse a ellas… y también a sí mismo.
Largo recorrido por los lindes de la
Urbanización Pinar de Párraces, con toboganes que se superan sin problemas y el
premio de un largo y divertido descenso por estrechos senderos hasta el río
Viñegra.
En este punto se abrió la duda: rodeo o afrontar la pendiente más dura de la ruta. Juan, que hoy dejó descansar su e-bike, fue el primero en iniciar el ascenso sin dudarlo.
El regreso
La montaña nos devolvió la lección más
importante: el mérito es del que se expone, del que se atreve. En ese
coraje reside la auténtica belleza de la revancha, sobre todo cuando se pedalea
junto a los amigos que entienden el peso y la nobleza de un error.
Al llegar, la sonrisa de Ángel lo dijo todo. Los
abrazos fueron la firma al pie de la revancha cumplida.
Entre brindis y risas, la montaña quedó atrás,
pero su eco —esa conversación silenciosa que empezó el jueves— seguía presente,
recordándonos una vez más que lo importante no es llegar, sino seguir
pedaleando juntos.