“Bandidos,
buscavidas, gente variopinta que ha desfilado por el Alto del León con distintos
propósitos pero relacionada entre sí por un nexo común, atravesar el Guadarrama”
Mediado
el siglo XVIII, la Sierra
no era lugar seguro para recorrer, y mucho menos si se hacía sin reserva y con
candidez. Decíase que estaba habitada por fieras temibles y quien osara
aventurarse en su espesura, por muerto debía darse. El paso de los años acabó
con esta quimera, demostrando que aquellas fábulas no eran sino invenciones
propias del desconocimiento y que el peligro redundaba en otro tipo asuntos muy
alejados de ogros y espíritus.
Así
las cosas, el incremento del tránsito por las laderas guadarrameñas, produjo un
efecto llamada que dio origen a tímidos movimientos económicos. En algunos
casos éstos traspasaban flagrantemente los límites de la legalidad, promoviendo
un mercado paralelo que proporcionaba pingües beneficios a sus propietarios, lo
que convirtió estos parajes en una delegación del patio de Monipodio, donde la
picaresca y la rapiña campaban a sus anchas.
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Alto del León
Carrera de Motocicletas entre 1919 y 1920
Fotografía de José Regueira |
También
acontecieron episodios anecdóticos no necesariamente protagonizados por el ser
humano, merecedores de ocupar un espacio en la historia de tan singular territorio, al cual los
pueblos serranos deben en buena medida su próspera trayectoria.
Una
de bandoleros
Juan
Plaza, antiguo buhonero, vino a caer por estos pagos tras la dominación
francesa. Contábase que en el pasado había combatido al invasor atacando correos
que marchaban hacia la
Vieja Castilla, hasta que llegada la expulsión en 1813, hubo de reconducir su
vida, transformándose de guerrillero a salteador.
La
vida de bandido era difícil y la competencia mucha, Juan Plaza había de lidiar
con su exigua partida junto a grandes figuras del latrocinio castellano,
llamaranse Tuerto Pirón, “Cabeza Gorda” o Isidro “el de Torrelodones”, que hacían de las suyas apoderándose de lo
ajeno, convirtiendo el Alto del León en su particular campo de operaciones.
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Cueva Valiente |
Durante
décadas los alrededores del puerto fueron coto privado de estas cuadrillas que deambulaban
impunemente por las vertientes serranas, imponiendo su ley a golpe de trabuco.
Ante esta situación marginal, Juan Plaza quedó relegado a delincuente menor
viéndose obligado a modificar su estrategia, pasando de dar golpes rápidos en
las inmediaciones de Tablada a aislarse en Cueva Valiente, de donde al parecer
huyó posteriormente tras la rebelión de sus acólitos sin que jamás volviera a
saberse de él.
El
avaro ventero
Sofocada
parcialmente la delincuencia, las montañas dejaron de ser territorio proceloso
por el que exponerse. Nuevos aires corrían por las alturas y se atisbaba un
futuro prometedor para emprender negocios, esta vez con mayores garantías que
en el pasado. Daba así inicio la conquista de la Sierra, aquella tierra
maldita que tantos temores infundara, convertíase ahora en lugar anhelado por
el que perderse para disfrutar de lo ignoto.
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Fuente de Aldara
En las cercanías de el Alto del León |
Llegado
el transporte, comenzaron a aflorar
posadas y figones que se levantaron en ambas vertientes, con el fin ofrecer
parada y fonda al viajero antes de abordar el paso del León. Pero entre los propietarios
de estas hospederías no todo era trigo limpio. Oyóse que en las cercanías de
Gudillos, existió una venta regentada por un hombre muy tacaño, tanto que se
decía secaba las mesas con el mandil y luego lo escurría en una jarra de barro. Por sistema racaneaba
en la pitanza y en vino, y por supuesto cobraba antes de servir, no fuera que
el cliente tomara las de Villadiego al final del banquete.
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Puente junto al Apeadero de Gudillos |
Aconteció
cierta noche de invierno, que un hombre muy elegante compareció pidiendo
auxilio. El desdichado, próximo a la congelación, cayó al suelo junto a la
puerta de la estancia y levantando la mano solicitó que su caballo fuera socorrido,
ya que acarreaba en la montura valiosas joyas que debía entregar a una rica
señora de El Escorial. En tanto el tabernero le atendía, escuchaba con atención
la historia del jinete, y viendo que éste podría fallecer, salió en busca del
caballo dejando al hombre dentro de la fonda abandonado a su suerte. El roñoso
caminó en la oscuridad alumbrado por un candil, anduvo toda la noche pues a
cada paso creía ver al corcel portador de la fortuna, pero finalmente, después
de horas de búsqueda hubo de regresar resignado y sin botín.
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Monasterio de El Escorial |